jueves, 14 de marzo de 2013

Una gata en el gallinero



Las gallinas del corral no son nada hospitalarias. Son fieras. Titiriteros audaces, escalan las moradas del aire hasta alcanzar las greñas en estampidas del intruso que ose traspasar el umbral de su cerca. Ni rastro dejarían de una víbora que se atreviera a pasar por delante de sus ojos de pimienta. Dentro de sus cuarteles no crece la hierba. Todo lo que allí con vida se mueve engullido es por las tenazas voraces de sus agitados picos. Si a una inocente hormiga se le ocurre profanar el gallinero, sacrificada es al instante por el tribunal inquisitorial de su voraz instinto.

A mí me respetan, pero trabajo me ha costado convencerlas de mis buenas maneras. Ahora me ven como un elemento más de su decorado, ya no les llamo la atención. He venido a formar parte de su más cotidiana existencia. Al principio, nada más me avistaban por la verja de su encerradero, rebanaban a picotazo limpio mis tiernas orejas. Hoy puedo decir que entro en su corral como Pedro por su casa; pero con modestia, sin bajar nunca la guardia; con las gallinas, ya se sabe, uno nunca debe cantar victoria, en el momento en que te descuidas, como enjambre en trófico trance se desatan y te picotean el hígado. Yo por eso, cada vez que entro en el gallinero, lo hago con suma destreza y precaución, me deslizo silenciosamente como lo hace el agua subterránea entre los repliegues de la tierra, sin ser notada, hasta que consigo llegar al embalse de mi propósito.

El corral donde las gallinas se refocilan es espacioso y soleado. Durante el crudo invierno una hilera de cipreses las protege de las heladas que vienen del norte; y en los días de extrema calina, la sombra apacible de una parra amaina su cacarear gozoso. Para todas y cada una de ellas tiene el sol su rayo particular. No se puede decir que su agresividad sea provocada por el hacinamiento, la escasez, o la melancolía de lugar tan bucólico y apacible. La única explicación que justificaría su mordacidad sería su marranería nunca sofocada. Una vez a la semana un diligente mozo limpia el gallinero; con agua de ortigas espolvorea sus plumas para espantar a hongos e insectos que escogen su cálido pelaje como sede de su real aposento; cubre el suelo con un poco de paja para disimular sus continuas cagaleras. Aunque la capacidad de generar mierda de estas aves supera el profiláctico trajinar de cualquier pulido deshollinador.

Excepto los pájaros que le ganan en vuelo, nadie, salvo yo y el granjero, se atreven a profanar el santuario sagrado del gallinero. Recuerdo que las primeras veces que me disponía entrar en el corral, mi reacción era repeler de un zarpazo el violento embiste de las gallinas, pero pensé que la mejor forma para librarme de ellas era amagarme de sus asechanzas. Lo que en un primer momento pudo parecer cobardía, no fue sino astucia por mi parte. Nunca traté de huir. Me quedaba inmóvil como una piedra, ni respirar se me oía. Quietud e inexistencia para estas aves deben ser lo mismo. Las gallinas convencidas de la inerte inanidad de una vida sin movimiento, al instante tranquilizadas, se distraían en otros menesteres. Y es entonces cuando, como a policía que enseña su placa, expedita me dejaban la entrada.

Si de acuerdo con los dictados del tratado bélico más elemental yo hubiese optado por enfrentarme directamente a las gallinas, en lugar del bien avenido clima de convivencia que entre nosotros acampa, pasto hubiese sido de su gula nunca satisfecha. Mi honorabilidad, la elegancia de mi comportamiento, la sutileza de mi inteligencia, el sentido protocolario de mi saber diplomático, la hidalguía de mis principios guiaron cada uno de mis pasos, con tal acierto y suerte que casi siempre airosa pude escapar de esta aparente, inevitable y casi imposible derrota en mi continua refriega con las gallinas. En ningún momento me dejé llevar por la rabia de la pelea. En mi moral no caben comportamientos viles. Mi real linaje me impide enzarzarme en discusiones y lizas que quebranten mi código de honor, el sentido común, el respeto que todos debemos por una sola tierra y un mismo pan, un mismo grano y un mismo corral.

Precisamente el pan es lo que me llevó a buscar en el gallinero lo que yo precisaba para mi felicidad. Lo que a las gallinas de comida les sobraba, mi apetito rebuscaba en su bacía repleta. Y así es como yo, gata sabia panza arriba, me ganaba la vida.

Pero aquí acabaría mi vulgar historia, si no fuera porque hoy, después de veintiún días de estar esclafada como una clueca en el rincón más regalado del gallinero, noto que mis tetas de gata apareada se agrandan como dos sarpullidos de fresa endomingada, y que un huevo como divino advenimiento se me escapa entre el rabo y mis dos patas traseras. Y de él, cofre sagrado, para sorpresa y superación de una futura humanidad bien avenida, veo salir un pequeño gato blanco con un par de gráciles y vistosas alas.

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