martes, 12 de marzo de 2013

Cónclave

Dios mío, si tú hubieras sido hombre,
hoy supieras ser Dios;
pero tú, que estuviste siempre bien,
no tienes nada de tu creación.
Y el hombre sí te sufre: el Dios es él! 

(Los dados eternos. César Vallejo)


Era viernes por la tarde. Del trabajo, sin comer y sin pasar siquiera por casa, me fui directamente al bar del Brandis. Acababa de cobrar la quincena. Y allí ya estaba Dios ocioso, sentado, esperándome, y con sus brazos apoyados sobre el tapete verde. Jugaba con él al tute todos los fines de semana. Tener como rival a jugador tan hábil me ponía, me llenaba de orgullo, aunque saliera siempre escalabrado. En alguna ocasión a punto estuve de cantarle las cuarenta. Pero en el último momento, Dios se sacaba un triunfo inesperado de la manga, y me dejaba sin blanca. Para mí que Dios, como mago que era, jugaba con cartas trucadas. 

Das tú, que vas de mano -le dije-. Y en ese preciso instante vi a la Luisa entrar como una loca por la puerta del bar. A codazos se abrió paso entre los hombres de la barra que charlaban acerca del último desahucio de la calle, ocurrido esa misma mañana. Mi mujer llegó hasta nosotros, zarandeó la mesa con rabia. La consumición de Dios (una limonada), la mía (un carajillo), las cartas, todo, en un santiamén por el suelo. Los pantalones inmaculados de Dios se mancharon con el zumo de limón. Parecía como si su divinidad se hubiese meado. Mi mujer al ver a Dios en tan avergonzado estado, ella tan religiosa y pulcra, no se excusó siquiera. Tan sólo, y sin mirar su cara, dijo con los ojos en ninguna parte: 
Perdone, señor, ésto no tiene nada que ver con usted, aunque a mi me daría vergüenza estar aquí, en este bareto de mala muerte, ¡con lo que hay que hacer en el mundo! Y vos desde su omnipotencia sacándole las perras a un pobre padre de familia.
Luego la Luisa me cogió del brazo, y a empujones me sacó del bar sin parar de recriminarme:
Mamarracho, mal nacido, mal padre ¿cómo se te ocurre jugarte a las cartas el jornal de tus pobres hijos con ese malandrín de Dios?
Los clientes del bar que en aquellos momentos veían la escena, unos alabaron los reaños de mi mujer. Otros se rieron al ver la inusitada manera de acabar nuestra partida. Y uno de ellos, el de la barba roja, el más atrevido, llegó a increpar a Dios:
Y tú, a estas horas de la tarde ¿no deberías estar en la capilla Sixtina ayudándole a los cardenales a deshojar la margarita blanca? 

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