“Iba contento.
Tenía una llave
y ninguna puerta que abrir”
Son las siete de la mañana. Por los
senderos de un jardín público curas el colesterol con una
caminata de amaneceres y brisas, junto al malecón de una ciudad
todavía dormida. Enfrente: un hotel de cinco estrellas. El número
de clientes desciende cada día. Su director se queja constantemente
del mal estado de estos alrededores. Contenedores hasta los topes. Un
par de colchones viejos debajo de un frondoso ficus. Se huele a
mierda. Vidrios de botellas por el suelo. Mosquitos que bullen.
Se mastica la basura. Por la noche, hasta las ratas se pasean a la luz
de la luna. Los vecinos hace meses que denunciaron esta desidia al
ayuntamiento.
Te paras a saludar al barrendero. Sus
palabras dan respiro a tus zancadas inquietas:
Hoy pueden ocurrirnos dos cosas. Bueno, ocurrir, ocurrir, en este mundo nebuloso, atiborrado de sombras, ya no ocurre casi nada. Pues como dice el Eclesiastés, “todo sucedió ya".
El barrendero que así te habla parece
un chamán. Con su escoba de luces echa a volar a las estrellas de la
noche que quedaron rezagadas entre los ortigales del alba:
Desde que los mendigos escogieron este lugar como su asentamiento preferido, este barrio, no duerme. La corporación municipal estudia el caso. Los concejales no saben si adecentar debidamente la zona, o remediar a estas gentes que humedece las costras de su pobreza junto a las “márgenes” del río. Y mientras el ayuntamiento duda, -añade el barrendero de la escoba de luces-, estos pobres se pudren en la miseria.
Veis a un mendigo con una llave en la
mano. Va de un lado para otro. Busca una cerradura, algo que abrir.
¡Será lelo el tío! Por aquí no hay nada que abrir, ni siquiera una lata de cerveza.
Ya tenéis el primer acontecimiento
insólito de vuestra madrugada polvorosa y andariega.
¿Y el segundo? -le dices al barrendero. Dijiste que nos ocurrirían dos cosas.
A la vista la tenemos, ¡mira allá!
Y observáis a un hombre bien trajeado.
A escasos metros del parque municipal. Puerta con puerta. Lo veis
achispado y tambaleante frente a un edificio de lujo: su casa. Tras
una noche de parranda, ha perdido la llave. Su puerta sin cerradura.
Y el barrendero como si te conociera de
toda la vida se apropia ahora de tu pensamiento y te pregunta sin
más:
Si te dieran a escoger necesariamente entre uno de estos dos hombres: el pobre iluso de la llave, o el rico de las francachelas, ¿por cual de ellos te decantarías?
No es fácil, -le contestas como si hablaras contigo mismo- si elijo ser el pobre iluso de la llave, ¿de que me valen las ganzúas de san Pedro, si no tengo cielo en el que revolcarme? Y si, por el contrario, decido ser el hombre de la suntuosa vestimenta, ¿para qué, si no tengo las llaves que me abran su blindado y confortable apartamento?
Le dices adiós al barrendero. Llegas a
tu calle. Terminas tu caminata. Sacas tus llaves. Allí nunca estuvo
tu casa. Ha desaparecido. La propiedad es un robo. Tiras
el llavero al río y te vuelves con los mendigos al hospitalario
jardín de su asentamiento público.
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