No quería perderme la cena. Llegué al hotel a eso de las ocho de la tarde. Detrás del mostrador, un joven trajeado con corbata y galones dorados en la bocamanga de su chaqueta de circo, esmoquinada, me recibe amablemente. Tras las formalidades de bienvenida, el recepcionista me entrega un sobre cerrado. Una vez en la habitación, abro el sobre. Dentro, ninguna retribución del señor Bárcenas por cantar las alabanzas de la economía sumergida. Gracias al dinero negro, -decía yo en aquel artículo que don Luís en un día agürtelado me encargara -mantengo vivo al mendigo del portal de casa con quien todas las mañanas blanqueo mi conciencia. El sobre era legal. Y de su interior saqué una cuartilla que decía:
La dirección del Avenida le da las gracias por aceptar nuestra invitación a esta locura literaria. Su tema asignado consiste en desarrollar, en no más de cincuenta páginas, "¿por qué los perros ladran de noche?".La semana anterior, había recibido un correo de este Hotel. En él se me animaba a participar en una velada de escritores. Cena, cama y desayuno incluido. Todo gratis. Mi contribución sólo consistiría en escribir desde las 0.00 hasta las 8.00 horas del día siguiente acerca de lo que, al llegar al Avenida, se me indicaría en un sobre cerrado. El agregado cultural de esta cadena de hoteles, bien sabría que la espontaneidad y la premura son a veces aliados eficaces de toda producción. Escribir a veces es como tomar Zamora. Goethe tardaría sesenta y cinco años en escribir su magistral Fausto. Pero también los hay, que en menos de lo que canta un gallo... En una sola noche, de un tirón, Cary Doctorow escribió su Little Brother.
Sabiendo que la relación calidad y tiempo no necesariamente son del todo determinantes para escribir bien o mal, decidí participar en este evento literario, tan original como estrafalario al que la cadena de hoteles Avenida me invitaba. Y dado los tiempos de hambruna por los que en aquella época mi esqueleto andaba, no me lo pensé dos veces. Escribiera lo que escribiera, al menos tendría asegurado el yantar de ese día.
Tenía toda una noche para extenderme sobre un tema que, casualmente, me apasionaba por entonces: el miedo de los perros a la noche. Dejé mis cosas encima de la cama, y bajé rápido al comedor. En la cena, una docena de escritores, tras una breve presentación por parte del señor Cervantes, agente cultural de la cadena Avenida, compartimos impresiones parapetadas en el solipsismo y la envidia. El señor Cervantes nos dijo que con los tres mejores textos escritos editarían un lujoso libro de promoción hotelera. Y en caso de que la venta de su publicación generara beneficios -añadió-, éstos los donaríamos para aliviar el empobrecimiento del mundo. Luego el agente cultural de la cadena remataría su intervención, sugiriendo como personas merecedoras de esta compasión a los señores Undargarín y Díaz Ferrán que por aquellos días no tenían ni para pipas. ¡Y qué manía les ha dado a los emprendedores de este país por regalar parte sustancial de sus ganancias a oeneges de siglas dudosas -me comentó el comensal de mi derecha, también hombre de dudoso talante, y bigote con colorines de barata esencia, perfumado.
Tras la colación, subí ligero, ligero como el caldo de la cena, a mi habitación, presto a comenzar mi creación literaria. Encima de una pequeña mesa, estaban los cincuenta folios, y a su lado, un sobre donde debería introducirlos ya escritos. Nada más. Ni ordenadores, ni wifi, ni televisión, ni banda ancha. Tampoco teléfonos, ni cobertura. La creatividad -nos había dicho el señor Cervantes durante la cena- no precisa de maletas abarrotadas. La inspiración cuanto más liviana, mejor vuela.
Y nada más coser mi culo a la silla, el tra-ca-tra-ca de un motor a toda marcha, parecido a los ladridos de un perro resfriado, se cuela por la paredes de la habitación. Y como no dispongo de interfono para comunicarme con recepción y decirles que con aquellos ruidos es imposible concentrarme, yo mismo salgo al pasillo para tratar de resolver aquel estropicio. Y al abrir la puerta de la habitación, me encuentro con una joven vestida de camarera, que me dice insinuante:
Soy la gobernanta de este hotel. ¿Qué puedo hacer por usted? ¿Acaso teme el llanto de los perros desgarrar la noche? Y si es que tiene miedo, conozco yo una manera.... Usted como escritor sabrá aquello que dijera M. Duras: "hacer mucho el amor es el remedio para vencer el miedo."El amanecer risueño nos sorprendería a los dos aún abrazados en la cama. La joven me ayudó a meter en el sobre los folios en blanco, inmaculados, sin letra alguna. Y dijo besando una a una las hojas vírgenes antes de meterlas dentro: metamos también con ellas nuestro amor-anti-miedo de esta noche.
A las ocho y media, el señor Cervantes nos esperaba abajo, en el desayuno, para darnos las últimas instrucciones.
Al cabo de un mes, los escritores convocados volveríamos a vernos en este mismo hotel para conocer a los ganadores del concurso. No hace falta decir, que yo fui uno de los tres finalistas.
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