domingo, 13 de enero de 2013

El caballo del Cachisporra




Lo extraordinario no siempre tiene lugar en momentos encumbrados, que yo me ví un día sorprendido por el más simple y trivial de los acontecimientos.

Aquella mañana, como tantas otras, iba yo desde mi casa, situada a las afuera de la ciudad, al centro, donde, desde hace años, regento una pequeña tienda de antigüedades. Y he de pasar obligado por el linde de las tierras del Cachisporra. La distancia que me separa del trabajo no va más allá de media hora andando. Este tiempo me lo tomo como bálsamo con el que aclaro las tinieblas de la noche con el rocío del alba. El murmullo de la acequia, el amarillo de los vinagrillos que serpentea carriles y veredas, el jolgorio tempranero de merlas y gorriones acompañan mi caminar rutinario.

Tal vez yo confunda lo maravilloso y fantástico con lo elemental y ordinario. Y de ahí el ensalmo mío ante aquella insignificancia. Llamo injustamente insignificancia a lo que a diario uno siente y contempla. Como si la repetición de la la belleza pudiera afear su hermosura. Y así recuerdo aquellas vacaciones de verano en un pueblecito colgado de la montaña a la vera de un arrollo, potro feliz y juguetón entre riscos y tomillos. Al llegar el mediodía, nuestra mayor ilusión era sumergirnos en las frescas aguas de aquel riachuelo. Y mi extrañeza fue no ver nunca a ningún vecino del pueblo disfrutar como nosotros de tan feliz zambullida. No conozco abeja alguna capaz de resistirse a la flor del romero. Y en la casa del herrero, cuchillo de palo.

Y como decía, a medio trayecto de mi casa al trabajo, vive el Cachisporra, acompañado de perros y gatos. Tras el otoño, sobre todo si las lluvias han sido abundantes, este buen hombre de unos cincuenta años, sencilllo y rústico, suele criar caballos y cabras. Por lo tanto, el que alguna mañana me cruzara con alguno de estos animales era cosa normal y frecuente. Lo que ya no fue normal fue el sentimiento especial ante la anodina presencia de aquel caballo que me miraba como nadie en la vida jamás me ha mirado. Sólo cuando el equino levantó la cabeza, y posó sus ojos azules en mi extrañeza, noté la simplicidad de su animal belleza. Por un momento quedé conmocionado, ajeno a todo, y sin sentirme ausente, sentíme como completado por todo lo que me rodeaba. Hay quien se conmueve al contemplar el Machu Picchu, la Venus de Milo, o la Muralla China, y en cambio se muestra indiferente ante la placidez de una madre amamantando a su hijo. Aquella mañana sucumbí ante la nobleza de un simple alazán comiendo hierba a la orilla del carril del Cachisporra. Y lo supe por el sabor dulce de mis lágrimas entremezcladas con el suave viento del Este que el amanecer traía.

Han pasado ya más de diez años de aquel vulgar acontecimiento, y sin embargo, la elegancia, el firme estar, el brillo, el trenzado de la crin, el callado y noble mirar de aquel caballo del Cachisporra, sigue alumbrándome en cada momento como si se tratara del mismísimo unicornio, aquel del que Michael J. Green nos hablara en su libro De historia et veritate unicornis:
Y vi entonces las flores que nunca antes las viera, esplendentes de celeste luz como unas joyas. Ignoro cuánto tiempo las estuve contemplando, pero en cierto instante advertí que en el centro de la extraordinaria visión había la cabeza de un animal que me miraba con grandes ojos bondadosos que no manifestaban miedo alguno. Llevaba sobre la frente un cuerno único, blanco como el hielo. La visión de tan singular instrumento me hizo estremecer. Perdí al parecer la conciencia por un tiempo; lo siguiente que recuerdo es estar sentado en tierra sin ver ya la criatura.

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