miércoles, 19 de diciembre de 2012

Soy sólo mi cuerpo





El marido de la señora Jesusa, el Jesuso como lo llaman por aquí, hace más de treinta años que anda entremezclao por estos huertos de naranjos y limoneros.

Si te acercas por el día, amigo lector, lo encontrarás con la picaza dándole mandobles a las costras del bancal. Lleva consigo un transistor que cuelga de la rama de un árbol. Siempre con música de pasodobles y fandangos. Las mangas de la camisa a cuadro, siempre la misma, le llegan hasta los puños, y cubre su testa calva con un sombrero viejo de paja.

Tras la comida y su malta con anís, el Jesuso saca a pastar cuatro cabras al otro lado de la rambla casi hasta que el sol se va, acompañado de su foxterrier el “rajoy”. Y luego a la noche, si te asomas por el ventanuco que da a la cocina, lo verás sentado frente a una cena frugal, hervido de pan y cebolla, un rin-ran. Y después, si a la Jesusa se le olvida cerrar la puerta de la alcoba, te sorprenderás al ver con qué apaño y arrojo se abraza a las carnes tibias de la señora Jesusa que aún huelen a menta poleo.

El verde de los naranjos, los ribazos y cañares, las sendas, las merlas y los brazales, la palmera, el partidor, las berzas y los rosales forman con el Jesuso todos una misma cosa.

Y es cierto, porque el Jesuso hasta hoy, él mismo se ve confundido con el canto de la chicharra, con la sonrisa del alba, la calidez de la tarde, la nobleza del nogal y con aquella acequia que los lugareños piropean la “subirana” porque de verdad es majestuosa.

El Jesuso hasta hoy tan a gusto y entretenido está en las cosas que le ocupan, que se olvidó de su cuerpo. Su cuerpo para él son sus cabras, su mujer, los árboles, la placidez de la tarde. Soy el azul de la flor de la violeta -le dice a su mujer- soy la caricia y el beso de los pétalos de tu rosa, uña y carne con el azahar y el rocío.

Pero el Jesuso esta mañana, sin saber nadie por qué, al ir a ordeñar las cabras, se queda en blanco, abstraído, a solas consigo mismo. Los ojos fijos en el vacío. Lleva ya más de doce horas sin abrir la boca. La Jesusa llama al médico. Este dice que es cosa del siquiatra.

Y tú lector oliscón que presencias la escena por los parajes de este cuento, antes de escuchar el diagnóstico del especialista formulas tu propia conclusión que no es profana:
Al Jesuso no le ocurre ni más ni menos que ha comprendido de sopetón que él es sólo su cuerpo. Todas las demás cosas en las que él entretenía su tiempo han desaparecido, eran cortinas de humo, subidones místicos. Y no se hace a estar a solas consigo mismo. De ahí le viene esta pinza, su tremendo descoloque.

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