jueves, 22 de noviembre de 2012

Pelusa en el ombligo



Eres de carne y hueso y pelusa en el ombligo.

Victor Hugo 


No le gustaban los embustes. Y si le tocó ser jorobado de letras, falsario y mentidor, cuesta arriba llevó sobre su espalda el trabajo de transformar la triste realidad del fatídico momento.

Por supuesto no hablo ni de Dumas, ni de Zola, ni de aquellos otros ilustres, como el mismísimo Víctor Hugo, enterrados en el Panteón de la Ciudad de la Luz. Cual Diane Kruger encendiendo en Navidad los Campos Elíseos, con su escritura quiso el jorobado en letras devolver al mundo el merecido esplendor que a diario le negara el destino, la historia, la religión y la política. ¡Imposible! No pudo alumbrar, por mucho que la Disney se empeñara, ni poner color, música y movimiento a la bella robustez de la catedral de sus sueños, Nuestra Señora de París.

Como aquel otro Cuasimodo, moriría loco sin poder salvar a Esmeralda, la joven asesinada, esa marea humana que como gitana parturienta a diario se manifiesta al ver nacer su hijo tuerto, sin futuro, por las calles del Barrio de la Corte de los Desahucios.

Gárgolas, caracoles. El escritor giboso y ciego, se encumbró y se arrastró por el metro, las cloacas de la noche de su timidez orgullosa. Prefirió como una rata dejarse llevar por el mago Merlín, antes que acabar en el abismo pragmatista conducido por un perro sabio y guía.

Se escondió como un cangrejo. La Sociedad de Autores tildó de escapista, pajero, onanista, bakuniano al novelista, por no afrontar los hechos como un bizarro. El ser criticado es un lujo reservado a los grandes emperadores. La celebridad no le vino a Marco Antonio por la sumisión de sus huestes, sino por la valentía y grandeza de sus enemigos. Y si no que se lo pregunten a Cleopatra. Pero el giboso en letras nunca fue un caballero, ni un visionario. Tan sólo un zancajo, al decir despectivo de Quevedo.

El escritor pusilánime, el jorobado de palabras, al no tener rivales en su vida real, se los inventaba en sus iletrados cuentos. Y luego, capítulo tras capítulo, los torturaba poco a poco, hasta hacerlos morir de un plumazo en el epílogo de sus libros.

Al final, más de lo mismo. Al cabo de los años, tanto a Cuasimodo, como a Esmeralda, como al escarabajo desleído del escribano del que hablamos, a los tres, los encontraron abrazados en el osario del corralico de los ahorcados.  

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