martes, 20 de noviembre de 2012

La nube melancólica



¡Que manía le tengo a los muertos! Será por eso que no paro de hablar de ellos. Como si en la muerte me fuese la vida. Y me identifico tanto con su desaparición, que a todas horas muero un poco con cada uno de ellos. Y escribo y escribo para que la vela de su agonía no se derrita en mis ojos. Es la única manera que tengo de rescatarlos de la pira del olvido. Cada cosa que miro y toco me lleva, como la tarde al ocaso, a la tumba de Lázaro. Por eso leo y escribo para que la oscuridad de su navegar incierto no me deje ciego, que quiero seguir viendo vivas las hogueras del otoño.

Y para colmo, hoy me entero que ella también ha muerto. No la conocía.  Pero, ¡diablos! ¿qué tendrán los muertos que todos me duelen como hermanos?

Un día posó sus letras en el tejado de mi palomar. El amor no mueve al mundo -me dijo. Y me llamó la atención que le tapara la boca al mismísimo Shakespeare. Luego sus plumas dibujaron una nube encendida sobre el encerado gris de mi huerto helado. Ya nunca más volví a ver su nave de plata sobre mi emborronada cabeza. ¡Puñetas con el Eterno Retorno! ¡Mentiras de filósofos contumaces, embustes de poetas tristes, blasfemias en boca de clérigos herejes!

Tampoco sé como se llamaba. Sólo guardo de ella aquel su Alea iacta est  y la nube melancólica y dolorida de su último vuelo.

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