El cuarto de Paco estaba antes del mío. Las losas del gran pasillo, a cuyos lados se encontraban nuestras habitaciones, eran de un rojizo enmarcado en cuadrados punteados, estrellas con tonos grises y marrones. El final del corredor acababa en un gran ventanal por el que se colaban los colores del mundo feliz, no el de Aldous Huxley, sino el edénico, el de las florecillas de aquel otro povero di Assisi. Y tanta era la viveza de la luz que desde el exterior invadía el conciliar recinto, que todo el pavimento estaba resentido, sediento y ansioso por ver la calle luminosa del Teniente Flomesta. Aquella gran cristalera festiva y seductora, a todas horas cerradas, era para Paco señuelo y reclamo. Por eso cada vez que podía, franqueaba la torneada puerta de hierro de lo que hoy es el Conservatorio de Arte Dramático.
El señor Julián desde su grasienta y maloliente garita de portero decimonónico hacía la vista gorda a las ansías pías y callejeras de Lara. El correr de los zagales camino del Instituto Cascales, el pavoneado pasear de las madres acarreando a sus hijos pequeños hacia la siempre soleada y concurrida Glorieta, las apasionadas carantoñas de los adolescentes escondidos por los sotos del río, avivaban en Paco ardorosas ganas de escapar de aquel libresco fragor de asignaturas obsoletas, y a su vez, poner raudo en práctica la generosidad innata que manaba de su ánimo inquieto y ademán tranquilo.
Paco tenía para los estudios más voluntad que capacidad. Hasta muy entrada la noche veía yo salir la luz cetrina del flexo por debajo de la puerta de su cuarto. Allí enfrascado en sus apuntes y chuletas atormentaba su cerebro con tridentinas enseñanzas, casuísticas y antiguallas. Al final su esfuerzo suplía en los exámenes lo que su intelecto le negaba. Paco tenía más grande el corazón que la cabeza.
El corte de sus facciones era la de un labrador curtido. Su sobriedad, la de un campesino experimentado. Más sensible a la naturaleza, que a la abstracción retórica de los conceptos fríos. Y todo un maestro de ceremonias en la relación y el trato amigo, sobre todo con los desahuciados de la época, aquellos menesterosos de la Tienda-Asilo. En más de una ocasión lo acompañé a aquel albergue de la Cocinilla. Allí pasábamos la tarde de los domingos jugando a las cartas con timadores, inválidos y prostitutas.
Después de hoy, la última vez que lo vi, fue allá por los campos de Mula, tierras tímidas y agrestes de Yéchar. Su acartonado cuerpo frailuno, lleno de magulladuras y bien empaquetado en su ataúd, camino de no sé donde.
Acabado el entierro, alguien se encargó de hacer una recolecta. Sus padres, ya mayores, carecían de lo más elemental para seguir viviendo.
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