martes, 11 de septiembre de 2012

Primero derecha



Estaba muy seguro de sí mismo. Y creía adelantarse a los hechos. Por ejemplo, si caminábamos por una calle desconocida, por un barrio jamás visitado, sabía con quien podría encontrarse, nada más doblar la esquina.

No era un hombre supersticioso, pero sí controlador en exceso. Nada de lo que le rodeara podía no estar en su sitio. Y no se acostaba, hasta no comprobar que todas las cortinas estaban corridas hacia el lado derecho de la ventana. Él me decía que eso no era ninguna manía; y me repetía una y mil veces: fíjate, el sol va de este a oeste; pues así también las cortinas, las puertas, todo en esta casa debe girar hacia la derecha. Presumía ser buen conocedor de la psicología humana. Por eso cuando se encontraba con un desconocido, al rato de hablar con él, decía: eres tal como te había imaginado. Es como si más bien le hubiera dicho: no se te ocurra ser de manera distinta de como te veo, de lo contrario no estaría aquí aguardando tu impertinencia.

Tampoco era obsesivo en exceso, sólo que, si cualquier cuadro que adornaba las paredes de nuestra casa no guardaba la horizontalidad ajustada con el nivel del suelo, aún sin él saberlo, era preso de una inestabilidad emocional. Y siempre justificaba su malhumor a una hernia de hiato que no tenía.

Aquella mañana olvidó donde había dejado las llaves del coche. Y sintió tanta vergüenza, como si le hubiesen pescado meando en una peluquería de señoras. El coche en ese momento no lo necesitaba para nada. Es más, en la casa disponíamos de dos llaves de repuesto, precisamente para casos como este. De aquí para allá estuvo toda la tarde removiendo Roma con Santiago. Su humor se hacía cada vez más insoportable, in crescendo, como ese final de la sinfonía trágica de Mahler. Castigó sin motivo a nuestro hijo no dejándole ir a jugar a casa de sus primos que vivían en el piso de al lado, en el primero izquierda. Y hasta el portero, que en ese momento vino a entregarnos el correo, salió despedido escaleras abajo. Le arrojó las cartas a la trompa gritando: no son precisamente cartas lo que yo ahora necesito. Y cuando a la hora de comer, (yo le había preparado un rico pollo moruno con almendras y ciruelas como a él le gustaba), me dijo con ojos de odio: ¿crees tú que yo podría tragar una sola cucharada de este asqueroso brebaje, sin saber donde, coño, están las llaves del audi? Y como antes le había arrojado el correo al portero, ahora a mi me tiraba el plato de la comida a la cara.

Yo, al contrario que Pepe, era entonces del todo predecible. Siempre que él volvía a casa, yo estaba allí, en su sitio, como las llaves del coche, en el primer cajón de la derecha de la cómoda del salón, siempre a la mano, para que él pudiera cogerlas, aún con los ojos cerrados.

Aquel día, las llaves del coche, mi hijo y yo, los tres nos fuimos para siempre de aquella casa del primero derecha, y nos instalamos aquí, en la vega izquierda del río.

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