Debajo de la palmera coja, todo el día; colgada de las nubes por ver si llueve. Y estás un tanto aturdida de mirar por si cae el verde amarillo del azul del cielo. Quieres ver el agua en
la sequedad acartonada de los áloes. La humedad del viento no basta para hacer brotar el verde de las judías.
Soy incapaz de ver el azul en sí,
el ocre por separado, el amarillo aislado – me dijiste. Nunca
supe si esta facultad globalizadora tuya, era un don, o más bien una
negación, un defecto, una carencia. Y es que ese amor místico de amar a todo el mundo, me privaba de ti a todas horas. Siempre creí que el compromiso
personal por un color definido, un cuerpo con nombre y apellidos, nos liberaba de
la ambigüedad, de la indecisión adúltera, del daltonismo peligroso, de la desubicuidad
infantiloide, amalgamada y confusa del relativismo pontificio, del
amarillismo político.
Hasta me dijiste: no hay metáfora
del Todo, mejor que el arco iris, donde los colores fríos y calientes, el barro y el fuego, se dan la mano. E impenitente, seguías con tu perorata
holística:
Soy el azul de la violeta, el verde del nogal. Siento en mis venas el rojo de tu sangre. De la azucena soy el blanco de tus ojos. Soy los brazos de la palmera a quien el picudo rojo le quitó sus alas. Soy el pisar de tus zapatos negros andando por mis caminos de sedas.
No me extraña que, de tanto ser el
color de la naturaleza entera, no vieras en mí a quien quiso amar y ser amado en exclusiva. Yo sólo soy el azul-gris de la nubes esquivas que esta mañana me niegan el agua de tus besos.
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