domingo, 23 de septiembre de 2012

El pasado de Consuelo




¡Y con qué fuerza la infancia de mi madre vuelve ahora a sus días de canas y arrugas! Casi a sus setenta. Y oye setenta, y se asusta.

Estoy seguro que si a Consuelo le dieran  todos los tesoros del mundo, no los cambiaría por el eterno racimo de uvas de aquellos días. Y cuando ahora, indiferente y aburrida, siente el presente en sus manos desfiguradas por la artrosis, ella se asusta, y se esconde entre mis rodillas de niño. Y cierra bien sus manos para que el racimo que le dí entonces, no se le caiga y se pudra por el paso del tiempo. Ella se refugia tras la puerta de la calle, su calle de toda la vida, la calle del Castillo, la casa de sus padres. Quiere retener aquel presente de su luciente pasado eterno.

Su casa de niña, hace tiempo que fue destruida, y en sus habitaciones ahora viven otros besos, otras voces. Otros pájaros cantan otras melodías. Pero no importa, ésta siempre será, -es su casa-, la de la orilla de la acequia. Y allí también estaré yo, siempre con mi madre, en el reflejo de las palmeras sobre el fluir del agua, en el brillo de las uvas.

Tienes que mirar adelante. El mundo sigue -le digo desde el fondo del agua. ¡Que siga! Yo me quedo allí donde siempre contigo estuve -me contesta. Trato de reanimarla desde mi extinta sabiduría: Es absurdo no enfrentarse a la vida. Ella sigue en sus trece: ¿Acaso es de valientes dar un paso adelante, sabiendo que vas a caerte, que vas a ahogarte, como a tí te ocurrió por correr demasiado? -me dice ella mirando a la acequia, agarrada a mi brazo para no desmoronarse en su presente de ahora, monótono y triste. Y sigue abundando con palabras fijas en la nostalgia, ese punto inexistente que lleva al mejor de los paraísos:
Cuando era pequeña tenía despierta la cabeza, y cogía el sueño nada más caer a la cama. No como ahora. La noche me asusta tanto que no puedo conciliar el sueño. El presente es un ladrón que me roba las uvas del ayer generoso.
Y se acuerda ahora Consuelo de su hijo muerto. Pasado y presente reconciliados. El hijo aquel que renunció al futuro, que se malogró, antes de tiempo, ahogado en la acequia Mayor. Tendría el pequeño la misma edad que la madre quiere tener ahora. La madre sigue escondida detrás de la puerta de la entrada de la casa; tiene agarrado al hijo. Me tiene agarrado de la mano, no vaya a caerme otra vez a la acequia, y de nuevo Consuelo pierda su pasado.

El pasado tiene nombre de puerta, puerta sellada y sumergida; pero a Consuelo no le importa. En su pasado, aunque cerrado, ella encuentra explicación al mundo. En su ayer, es ahí donde descubre el sentido de su vida.

Y los dedos de Consuelo, retorcidos como sogas, recuperan su habilidad costurera de rubores y caricias. Sus manos son cuenco y nido de mi presente revivido, de su pasado fresco y resucitado.


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