martes, 28 de agosto de 2012

Feria del agua



Vive en el último remate de un camino que huele a efímera eternidad, a caducidad fértil y próspera. Tiene este hombre cara de carabinero; pero aún así, cuando pasa cerca del río, junto a la sombra de los chopos, su rostro se relaja, y hasta su bigote de guardia jurado se cambia en dulce sonrisa, como la del niño aquel que todos los domingos vende banderines de victoria y botellines de goleada en la puerta siete del estadio de La Condomina.

El hombre compró este trozo de tierra, casa incluida, a un joven matrimonio mal avenido a quien no le gustaban los versos que a cada instante recitaba la acequia. Tampoco le decía nada la chicharra cuando en voz alta leía a través del calor espeso de los membrillos las alegrías que veía. Esta pareja pensó que en lugar tan idílico, su ardiente deseo daría caza al amor. Los hay que se alimentan de pan y palabras, de raíces de cipreses doctos y elocuentes. Estos dos jóvenes en cambio vivían gracias a rebanadas de falsos avales, cheques sin fondo, folios en blanco, árboles sin voz, postres de infidelidades y ausencias. Y es que el amor por naturaleza es esquivo, cuando no, sucedáneo sublimado de su real inexistencia, y carente de significado.

Y en unos miles de horas al monte de piedad, (su jubilación), abonadas, este hombre, cara de carabinero y manos agraciadas para desgranar panochas de esperanzas, alivió el divorcio exprés, y a la vez consustancial y eterno, de la joven pareja. Tres cuartos para Adán, y la otra mitad para Eva. Y el cuarto sobrante que no cuadra, se lo llevó el banco, el Lucifer de la espada. Igualdad de género desparejado que llaman los neoestilistas del verbo. Los dos jóvenes por separado luego reharían sus vidas en otro contexto no escrito, mudo, más cívico y urbano, en la Babel de los grandes escaparates, a siete kilómetros del centro del corazón de esta tierra, códice y antología de sendas y alfombras de indolencias verdes y malvas, de tibiezas y derramas de luna y plata.

Y el hombre cara de guardia jurado, se instaló en esta casa del carril de los chopos. Y se acomodó entre naranjos y vinagrillos a la orilla de un cauce por donde pasa el agua. Y viendo que aquí estaba bien, y el tiempo no corría, sino que como gato expectante ante su presa se detenía, el hombre entonces se sentaría sobre el tronco de una antigua palmera abatida por el picudo de la glotonería financiera.

Alguien le habría dicho al hombre que la naturaleza, que el mundo es un libro, que todo es palabra. Y frente a la última pagina de su vida, muy pegado al terruño, entre grillos y salamanquesas, se puso a escuchar, por si tal vez oyera el eco de su existencia detenida, y así dejarlo reflejado en su agenda, el libro de su defunción cantada. No hay nada real, tan sólo la muerte, la vida escrita.

Y a los siete días, jornada de júbilo y descanso, feria del agua, día de riego, el hombre se atavió con su mejor sombrero de paja, sus esparteñas caladas, su camisa sin cuello y limpia; y sobre los hombros encumbrados de su sencillez digna y merecida: la azada de sus deseos fecundos. Y se dispuso para ver como el agua, la eucaristía líquida que a todos empapa, impregnaba de savia árboles y plantas.

Y fue en ese momento cuando el reguero del agua miró cara a cara al hombre, el agua lo llamó por su nombre, o tal vez fuera él quien dijera como Alfonsina Storni con su alma seca: ¡agua, agua, agua!; y el hombre luego se vería a si mismo refundido y festivo en el agua del río que de fluir no cesa.

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