sábado, 28 de julio de 2012

En el baño




Sus cabellos en perlados haces de trigo sobre sus hombros. Los pelos mojados de una mujer, más que unos labios quietos y entreabiertos, siempre te sedujeron, más que un beso insinuado. Gotas de oro líquido caen sobre el espejo. Coges tu pañuelo; quieres limpiar y guardar sus diamantinas huellas en el bolsillo de la camisa, junto a tu corazón que se rompe. Ella entonces, con su palma sobre el dorso de tu mano, te ayuda a recoger las perlas llovidas de su cabeza, moteada de estrellas, suspendidas en el cristal.

La virilidad está más en el temor que uno tiene de ser impotente, que en la ostentación presuntuosa de serlo, de estar a la altura. Ser hombre y joder puede que sean sinónimos. Pero para ella está muy claro que bestialidad y amor no siempre son la misma cosa. Tu lo sabes, y refrenas tu varonil orgullo.
¡Cómo me pesaba todo el cuerpo¡ El baño me ha dejado liviana como una mariposa.
Ella entonces empezó a masajearse los hombros. Luego, tu, de pie, a su espalda, empiezas suavemente, cogiendo sus propias manos, a seguir el ritmo por ella iniciado. Poco a poco te deja hacer. Retira sus manos. No sabe donde ponerlas; duda, hasta que, abiertas, las coloca sobre sus senos. El suave movimiento oscilatorio de tus manos sobre el lienzo, que cubre la tierna frescura de sus pechos, transmite a su carne un dulce escalofrío. Tu lo notas en el parpadeo de sus poros en azul intermitente.

Ella con sus tiernos dedos, palpa sus pezones por debajo de la bata. Tu sientes un deseo irresistible de abrazar su cuerpo, de apretarlo contra el tuyo, intentando avivar el fuego irresistible que te quema por dentro. Ella coge una de tus manos, y te ayuda a que le desabroches los dos primeros botones de la bata. Y deja al desnudo toda la parte superior de su aún inexplorado cuerpo. Ahora sientes en tus manos la viva carnalidad de su estilizado cuello. Tocas lentamente sus orejas, como quien aprecia un buen paño. A cada lado de su cara, dos nidos de tórtolas azules y blancas...

Luego ella se levantaría majestuosamente de la silla. Se quitaría la bata por completo, la tiraría al suelo, se dejaría caer libre y despeinada, boca abajo, en el sofá. Entonces, de rodillas, frente a su cuerpo desnudo, te inclinarías sobre su altar. Unas caladas bragas blancas cubrirían su pubis, como los corporales de la misa. Empezarías a besar sus pies, venerar sus manos, estrechar su costado, beber del agua de su hendidura virginal, cálice mariano. Luego te arrojarías al estanque, y te montarías en su barca.

Te despertaste de un sueño. Nunca llegaste a la otra orilla.

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