martes, 31 de julio de 2012

Compasión




Nadie se identifica con el agresor. Todos somos víctimas despedazadas de las furias del vecino. Hasta el dictador se siente acosado por sus súbditos. Como el caracol herido de este cuento, lo que buscamos es sentirnos queridos. O lo que le pasa a Mirian: tener alguien a quien cuidar.

Esta joven, estudiante de segundo de biología, Hoy no se dejará picotear como Kafka por un buitre de cuyo ataque salga desgarrada. No seré yo quien permita que esta muchacha muera encharcada en la sangre de unas letras carroñeras y depresivas. A veces me recreo en el absurdo desesperado y lúgubre, el desatino y la amargura, pero, créanme, no lo hago por sadismo, sino para inmunizarme de la fatalidad y el sufrimiento.

Lleva Mirian más de dos meses con la tontería de ir siempre a todas partes con su caracol metido en un tarro. Vaya usted a saber, por qué la psicóloga le dice a sus padres, que esta manía de la joven, de estar a todo el tiempo dándole vueltas al pequeño tarro de cristal, tal vez sea la solución a su locura. Su hija así se sentirá más segura. Y puede que la doctora lleve razón. Ya todos en la Universidad nos hemos acostumbrado a verla más tranquila mirando sin parar su caracol embotellado. Nadie se ríe de un niño que saca melodías de su guitarra de cartón.

Antes nos ponía nerviosos a toda la Facultad. Tan hundida, tan fuera de sí estaba, que ni ella misma se encontraba, como si no existiera. Sus ojos eran dos nubes blancas puestos en la estratosfera. Su cuerpo despendolado giraba a su alrededor sin eje alguno que la ubicara. Mirian era la misma nada despreciada. No era nadie. Pero, desde que Mirian eligió como animal de compañía este animalillo inofensivo, desde que le dio por colgar su cariñosa mirada en un caracol insignificante y tímido, la muchacha empezó a salir del abismo en el que estaba sumida.

Todo fue tan espontáneo y fortuito, como milagroso. Aquella mañana, recuerdo que yo explicaba a los alumnos la reproducción vegetativa. Mirian se levantó del pupitre y boca abajo se tendió toda entera en el suelo. Luego empezó a deslizarse por la ventana hasta llegar al césped recién regado del jardín que hay enfrente de Secretaría. Babeaba de felicidad. Estiraba el cuello como hacen los gasterópodos a los rayos del sol. Luego yo pedí disculpas a los estudiantes. Y salí en su busca. Di un salto desde la ventana. Y a los pies de un hibiscus me encontré a Mirian sonriendo al lado de su tarro vacío.

Luego, los dos de nuevo entramos en el aula, ella feliz y contenta; y yo llorando como un niño que ha perdido su caracol preferido. Y la clase entera, dividida: entre la alegría de Mirian de verse libre como caracol en la hierba, y mi tristeza por no tener alguien de quien compadecerme.

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