miércoles, 6 de junio de 2012

El borracho de Canalejas



Estrellas a media noche apuntalan el oscuro entarimado del cielo. Un camión de la basura engulle a destajo sucios contenedores, excrementos humanos de una jornada cualquiera. Dos negros barriles partidos por el ecuador de su corazón sirven de hornera en el puesto de una castañera frente a Callao. La una de la madrugada. Salgo del cine: Goya de Francisco Rabal.

¿Quién soy yo? -se pregunta el pintor en su casa de Bourdeaux. Una espiral. Madrid nunca duerme. Mis ojos abiertos a través de dos tizones encendidos, intermitentes, en amarillo, como el camión de la basura; con el pelo encrespado, como el pintor de la Maja camino en círculos por los despojos de la noche, ensoñaciones de beodo virtuoso y villano.

Borracho caído en la plaza de Canalejas llama la atención de los noctámbulos. El hombre se retuerce de dolor. Nadie sabe si es simulación para reclamar compasión, o tal vez sea un accidente. La impasibilidad rutinaria y fría de dos policías realza la escena. No hay excusa para que yo o el vagabundo mienta, delire o reivindique piedad. Los viandantes, viendo impertérritos las contorsiones epilépticas y doloridas, pasan del mendigo. ¿Una espalda rota al caerse sobre el adoquín grasiento del pavimento de granito?

De granito es también el sotocoro de la basílica del Escorial. La misma piedra que destroza y quebranta la espalda del hombre en un portal de Canalejas, encumbra la séptima maravilla del mundo, lugar que un soberano eligió para su gloria y muerte. Piedra, losa y granito, altar, sepultura y sepulcro, monolito, arco y monumento.

Madrid, piedra penitente que golpea el pecho desnudo de los pobres ermitaños del metro. Madrid, piedra labrada que construye fachadas y frontispicios de las mejores opas crediticias del mundo. Son las tres de la mañana. La niebla impide que Neptuno me“atridente” el alma; y escapo entre las risas entrecortadas de las brujas de Los Caprichos del Fuendetodos. La humedad carbonizada me arrastra hasta el Café central, donde Ben Sidran Quartet, restaña con sus escalas nostálgicas de un jazz sobrio la caída, el deambular nocturno en la encrucijada donde una ambulancia recoge el manteado cuerpo de un contorsionado en coma etílico en la plaza de Canalejas.

El hierro de las farolas, fundido como los cañones del egoísmo dispara balas de corcho contra los enemigos del alma. La luz amarilla del camión de la basura me persigue, alumbra mi paso soñoliento y pajizo por la carrera de San Jerónimo, nido de golondrinas dormidas. Junto a la fonda, donde Pérez Galdós paladea su cafetito con anís, mientras repasa para su edición el “Misericordia”, me tomo al alba un chocolate con churros.

Hago tiempo, adormilado en un banco de Recoletos. Espero que abran el Prado. Quiero ver la sala de Velázquez. Y así cumplir con una de las tres cosas que todo mortal ha de hacer antes de abandonar este mundo: leer el Quijote, dejarse empapar por la lluvia, y ver el Prado.

Luego ya en el Museo: la sorpresa. Contemplo la pintura de Velázquez: El triunfo de Baco. Y veo en uno de los borrachos que rodean al joven poeta bebido de luz, la cara del mendigo de anoche. ¡Sí, es el mismo, ese que tiene el vaso de vino en la mano, el del pelo canoso!

No hay comentarios:

Publicar un comentario