sábado, 30 de junio de 2012

Camino del Badel



Si alguno de los que ayer nos reunimos a celebrar el santo de un buen amigo de canas y contiendas leyera esta entrada, se sorprendería al verme tocado del ala; y con razón me llamaría gafe. Pero aún así, he de ser sincero con mis sentimientos. Siempre que viejos colegas se vuelven a ver, el pasado renace con el mismo frescor de antes sobre las eternas rosas de aquel plantío de los días vividos a campo abierto. Y aunque nuestro vuelo atrevido de antaño fuera crudo y raso, apurado y perseguido por gavilanes de pico largo, su recuerdo, entre anécdotas, sobresaltos y ocurrencias divertidas, nunca es triste. Y vi reír a borbotones por las caras encendidas de mis amigos uvas y cerezas de gozo ¿Y por qué yo no fui invadido, como corresponde, por ese mismo rocío de aroma y dicha? Al contrario. 

Y hasta aquí arrastro la tristeza improcedente que conmigo hoy llevo como palo trabado a las ruedas desgastadas del carro de mi andar caduco y corneado. Cuando bajé del coche, el termómetro marcaba 44 grados. El aire espeso, plomo incandescente, derretía los engranajes de la ciudad. Los líquidos de mis arterias eran vapores difusos poniendo a cien el émbolo de mis reflejos desatados. Y me acordé de L'Étranger de Camus. La causa del crimen cometido por el protagonista de esta novela, más se debió al sofocante calor, que a su indiferencia o existencial apatía. Tal vez mi malhumor ahora se deba, más que a la brevedad de las horas, a los asfixiantes rayos del sol que ayer me poseyeron, y aún me bullen dentro como corrosivo ácido del momento. 

Nos habíamos citado en un bar del Camino del Badel, a la salida de Murcia en dirección a Rincón de Seca. Ya estábamos todos sentados en amena conversación entre platos y cervezas, cuando de pronto lenguas de fuego, un siroco infernal se posó sobre nuestras cabezas. Y vi como el viento convertía nuestro tiempo en ceniza. Las horas de nuestro existir rápidas se derretían como la cera. Salí a toda prisa del restaurante. Quise librarme del incendio. Y me vine corriendo a casa. 

El fuego de ayer acumulado en mis bolsillos se ha extendido por toda la estancia. Y para combatir las llamas devastadoras del reloj de mis días, me pongo a escribir, por si tal vez estas letras pudieran ganarle la batalla al tiempo.

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