miércoles, 16 de mayo de 2012

La parva de los días



Ves a tu madre a través de su hablar celoso como si quisiera coger la eternidad con las palabras: la parva aventada de la trilla de sus días. Y la oyes obstinada en deshacer la nube desgarrada de sus peonadas en balde con voz cortante.
Figúrate, hijo, a la hora de irnos al campo, me subía a los tejados para que mi padre no me viera. A mí no me gustaba el campo. Lo pasaba mejor aprendiendo en la escuela, jugando con las amigas. Calentábamos piedras en la lumbre y luego las liábamos en un trapo para que los pies no se nos helaran. Íbamos encima del carro como tullidos, refugiados de una guerra, un invierno interminable, tapados todos con una manta hasta las cejas. La vida del labrador era muy dura; sobre todo para las mujeres. Por eso luego yo me casaría con tu padre, un hombre del pueblo, el barbero de la calle san José.
Y ahora te acercas más a su cama, la era de su grano ya casi molido. Madre continúa hablando. Ella cree que conforme el recuerdo salga de su boca, el trigo de la memoria convertido quedará en flor de harina.
¡Madre, pero en el campo hay temporadas que no hay que hacer nada!
¡Qué va, en el campo siempre había faena! Que si garbillar garbanzos, hacer cordeta, emparejar sarmientos, coger collejas y orugas que luego vendíamos para los animales. Entonces el campo era un suplicio. No como ahora, que un tractor es capaz de engullir en un solo día el trabajo de todo un mes siega.
Y al ver como de manera tan viva resucita su pasado, intento que ella se recree, se rehaga con la conversación:
Con todo, madre, algo te habrá pasado de lo que puedas sentirte dichosa en aquellos años.
Por supuesto, hijo. El día que acabó la guerra fue el más feliz de mi vida.
Luego, queriendo que con su referencia hablada mi madre ahuyente aquellos malos tiempos, me atrevo a decirle.
¿Y el más penoso?
Y a bocajarro y desafiada, sin apenas respirar, contesta:
¡Todos los demás, hijo, todos los demás!

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