sábado, 28 de abril de 2012
Macabro paquete
Desde que su mujer lo abandonó, Lupercio vive solo.
Llaman al timbre. Lupercio a rastras acude a la puerta. Pero antes de abrir, en el mismo zaguán, cae completamente desvanecido. Pasan veinticuatro horas. El encargado de tomar lectura del contador de la luz, vuelve de nuevo al mismo domicilio. Por la puerta se escapa un olor raro. El empleado de Iberdrola huele a fiambre. Avisa al 091.
Tan sólo un día muerto, y Lupercio ya hedía como un perro desangrado. Los bomberos empujan con fuerza la puerta. El cuerpo del finado, justo detrás de la entrada, era como una tranca echada para que nadie entrara en la casa.
Las malditas pastillas para su hígado intoxicado se la traían floja. Su mujer ya estaba cansada de acostarse con quien hacía dos años no cumplía con sus deberes maritales, así que se larguó con el droguero de la esquina. Luego el propio Lupercio, avergonzado de su impotencia, humillado por el abandono de su mujer, se cercenaría de un cuajo con un cuchillo de cocina el miembro viril.
Los bomberos encontraron a Lupercio tirado en el pasillo, sin calzoncillos. Su cuerpo, entero. Tan sólo le faltaban sus genitales. Y con las manos, se tapaba la cara. Asustado tal vez de su propia castración. El rostro pintarrajeado con su propia sangre. Se embadurnó toda la cara y la frente, como hacen los soldados antes de entrar en batalla.
El caso está en el juzgado. La policía busca al obseso capaz de cometer tan macabra salvajada. De sus genitales ni rastro.
Hasta esta mañana, en la que el cartero le ha entregado a la que fuera esposa de Lupercio un paquete, una pequeña caja de latón. En ella envuelto en papel de aluminio están sus genitales. Y una esquela que dice: “Amor, esto es tuyo. Lupercio”.
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