martes, 17 de abril de 2012
Color cian
Francisco y yo trabajamos durante tres años como empleados en la farmacia que hay enfrente del Hospital de san Carlos. El tiempo que fuimos compañeros nos permitió ciertas licencias en nuestro trato. Una confianza que nunca llegó a traspasar el sincero afecto que ambos siempre nos tuvimos.
¿Por qué no me comporté aquella vez como siempre? ¿Por qué unas veces soy terca, otras, dócil y sumisa? Ayer, atenta en la escucha; hoy, ansiosa, y sin dar tiempo al otro a expresarse. ¿Qué es lo que me llevó aquella mañana, en contra de mi proceder, a ser tan desconsiderada con Francisco? ¿Tal vez la fría ventolera de ese martes, la nubosidad enmarañada del día, la menstruación?
Mi trato con Francisco, repito, fue siempre afable. Y así debió ser, cuando cariñoso, quiso aquella mañana darme un beso de bienvenida, como tantas otras veces. Pero mis manos ariscas, sin saber por qué, apartaron con brusquedad su rostro inocente del mío, como si yo intuyera que el roce de mis labios color cian con su cara pudiera acarrearle alguna desgracia. A pesar de mi empeño, no pude esquivar su afectuoso arrebato. Su boca tropezó con mis labios verdosos.
Tal vez el exceso de bilis, un mal desayuno, o simplemente no sentirme a gusto con mi esmalte de uñas, fuese lo que alentara mi malhumor aquella mañana. Pero para mí siempre son los otros, con sus impertinencias lo que provocan el que yo los menosprecie. Son los demás los que hacen comportarme de manera hostil e ineducada. Y así como la sal reseca la piel, y no viceversa, hay quienes con su sola presencia me sacan de quicio. No así era mi relación con Francisco. El muchacho siempre me cayó bien. Pero aquella vez todo fue distinto. Algo se destapó en mi que yo no pude contener.
Yo había oído hablar de la cromoterapia. Y elegía colores tanto para las uñas y los ojos que me hicieran sentirme bien. Aquel día recuerdo haberme pintado los labios de azul cian. Era la primera vez que lo hacía, y por tanto desconocía sus efectos.
Aparentemente no encuentro explicación alguna a la muerte de Francisco. Sé que mi airada actitud no tiene nada que ver con su fallecimiento. Me siento libre de culpa, pero no por ello, ajena a esta tragedia. Como todas las mañanas, Francisco me quiso saludar con un beso. Fui déspota con él, lo reconozco. A pesar de esquivar su honesto impulso con un empujón de mis manos sobre su cuerpo amigo, no pude evitar que su boca tropezara con mis labios. Pero, repito, de ahí a que su instantáneo desmayo, y posterior fallecimiento, tuvieran que ver con mi ocasional rechazo, no tiene lógica alguna. Ningún chico se muere porque la muchacha a quien desea le niegue un beso.
Hace una semana de este infortunio. Los padres de Francisco esperan con ansiedad el resultado de los análisis para ver si es posible conocer la verdadera causa de la muerte de su hijo. Ningún informe médico le devolverá la vida al muchacho, pero conocer los motivos de su muerte le permitirá al menos a la familia culpar a alguien, o a algo, de la injusticia de su muerte; y así, aliviar su pena, trasladar su dolor a la causa que lo originó. En este caso estoy segura que el informe clínico del laboratorio dirá que la muerte de Francisco se debió a la sustancia química del color cian de mi pintalabios.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No me extraña la muerte de Francisco. Esos labios de arena que ilustran el artículo, te miran para fulminarte. Un buen ejemplo para situar la mirada, no en uno, sino en el Otro. Son labios que miran. Miguel Ángel Alonso
ResponderEliminarEran labios vivos, tan vivos que podian ser asesinos. Bueno, a lo mejor la muerte solo fue un susto.
ResponderEliminar