Los finolis a los del campo nos llaman patanes, por eso, entre presumido y resabiado, esta mañana me digo:
¡Arréglate un poco, mi cuerpo, que nos vamos al pueblo!Me ducho, me afeito, me corto las uñas, y como el que va al doctor, por si le auscultara los calandrajos, me cambio de calzoncillos. Cojo un pañuelo limpio. Nada de corbata ni gemelos. Nunca supe para qué. Nada de oropeles, ternos, cadenas y jaeces de pedrerías, eso queda para las caballerías de caciques en días de romería.
Aquí adonde vivo, entre gallinos, conejos, cardos y amapolas, voy como me da la gana, sin etiquetas, desarreglado o en pelotas. Sólo dos cosas rebullen en mi cabeza: que a mis cabras no le falte la hierba y saber donde dejo la dulce pipiritaña. Si perdiera mi canora, la caña de mis bucolías y romanzas, ¿cómo diría a los pájaros que el viento les viene zurrusco, o que el céfiro les aguarda plácido como chinchorro o balancín de feria? Tampoco sabría como alimentar a mi amiga la soledad. Pero bueno, no es momento ahora para nostalgias y filosofías. He de cambiarle las cuchillas a las tijeras de esquilar. Los calores aprietan y mis ovejas, de lanudas se asfixian. Así que me aliño lo más que puedo, restauro el descuidado trono de mi descuidada figura, me lavo los dientes, para que luego no digan que los del campo respiramos guano, y... ¡andando pal pueblo que es gerundio!
Llego a la gran ferretería. Este establecimiento alineado en pulcras gavetas, con aire acondicionado, desinfectador, cajero y báscula electrónica incluida, se parece más a una botica emperifollada de frascos encapullados. Nada tiene que ver con aquel ingenioso obraje del “vaciador” donde mi padre afilaba el rejón y sus corvillas para la siega. De la rueda del amolador, entre aperos, botes de sebo, limas de todos los números, brotaban en abanico refulgente estrellas de fuego que yo guardaba con cuidado en mis bolsillos para que en la fragua de la noche mis sueños relumbraran de color y asombro.
Un encopetado empleado vestido como un recién casado me atiende el primero, como si yo fuera un gran señor. No me extraño de que entre tanta gente sea yo el elegido. Hincho el pecho como una rana a quien su príncipe le tira los tejos, y ufano le digo a mi soma serrano:
Acicalarnos, cuerpo mío, bien ha servido para que nos consideren.Al salir, a una señora que aguarda desesperada en la cola se le cae el monedero. Me agacho y ¡coño! veo mis peludos muslos desnudos. A pesar de la meticulosa melindrería a la que me había sometido antes de salir, no caí en comprobar bien mi atuendo. ¡Mis pantalones se quedaron olvidados en el poyo del cobertizo! Con la galanura que puedo y disimulando la extravagancia de mi cuerpo confuso, como la mata de la albahaca que a desgana ofrece lívida su aroma cada vez que mis emporcados patos la picotean, cojo el billetero, me yergo entre gentil y timorato, y se lo doy a la señora.
La señora en lugar de avergonzarse o cubrirse la cara, o darme las gracias, como era de esperar, con tono pasteurizado me dice sin más:
Yo de usted, buen hombre, para ser despachado el primero me inventaría otra artimaña más pulcra y pudorosa.Ni corto ni perezoso le replico al canto a la dama emperifollada:
Perdone, señora, las cabras que yo ordeño son más decentes y educadas que usted, y llevan las tetas al aire.Y me volví corriendo al campo
Ja ja, Juan. Que gracia tienen las tetas!
ResponderEliminar