lunes, 12 de marzo de 2012

En la dulce quietud de la nada



Desde Madrid a Aranda del Duero. Y ya en esta ciudad, famosa por sus bodegas subterráneas del siglo XIII, en un bar de la Plaza Mayor con toneles en la puerta, me tomo un café. Pregunto a una camarera de suéter negro por donde se va a Silos. La muchacha, la de los pechos apretados, me dice tras la barra: en la plaza de toros coja usted la carretera que va Sinovas, y a unos cuarenta y tantos kilómetros encontrará la abadía de Sto Domingo.

Hora sexta. Mediodía. Llego cuando los monjes, poco a poco y sin orden alguno, salen al proscenio de la Basílica. Se inclinan humildes reverenciando el altar, un bloque rectangular de piedra sin labrar y monolítica. Se colocan pausadamente delante de sus respectivos sitiales de madera, a ambos lados de un presbiterio rústico y desangelado. Permanecen de pie. Para los frailes puede que esta ceremonia repetida más de siete veces al día resulte rutinaria, pero para mi es de lo más impactante y novedosa. Ya están todos. Sus misales abiertos descansan sobre el atril de sus manos orantes y solemnes. Ahora cantan Beberemos el agua de la roca.

En la pila románica que hay en la entrada del templo burbujean antífonas y salmos, peces de branquias eternas. Impulso y apoyo (arsis tesis), las olas suaves del ritmo ondulante del gregoriano me sumergen y me traspasan devolviéndome al descanso, a la quietud de la nada, allí donde lobos y corderos pacen al unísono. Y entre la penumbra envolvente del templo y la melodía ascendente me olvido de las penas del ayer. Quedo como suspendido en el tiempo, sin un antes y un después. Tan sólo el ahora. El canto de lo frailes suena a ayes y postrimerías, pero no soy contagiado por el lama sabactani de sus lamentos. Terminado el oficio, los monjes de manera ordenada, de dos en dos, y con movimientos acompasados y precisos, saludan de nuevo a la gran piedra a modo de despedida.

Luego transito por el claustro escoltado por sus arcos y capiteles, arpías, centauros y apóstoles. Y el sol del mediodía enciende de poemas el ciprés emblemático. Y aquella muchacha que dejé en Aranda del Duero, la de los senos turgentes, me regala una sonrisa en medio de la tranquilidad muda, en la soledad de un instante dulce y generoso. Luego de regreso, pasaré por su bodega y me llevaré tres botellas de crianza del bueno.

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