jueves, 23 de febrero de 2012

Hombre tuning



Era la bici en persona. El todo de aquel hombre era su bicicleta. Nunca me lo encontré andando. Siempre pedaleando, perdido por el camino. Iba de aquí para allá como piedra que rueda por el abismo abajo, montado sobre la inercia, el cuadro de su casa metálica. Sus pies: las dos ruedas; sus manos: el manillar de fibra de carbono con sus cintas de colores en sus puños ondeando; y su culo: un sillín de cuero de carnero despellejado con su cola de banderas a los ojos curiosos del aire.

Una bicicleta personalizada a la medida de su dueño, un hombre que no podía odiar, como tampoco, querer. Hay piedras que cuando caen del barranco se las oye decir algo, se le escapa un quejido. Hasta un guijarro puede llorar cuando el agua del río lo sorprende con el frío. Pero del corazón del ciclista aquel, yo nunca escuché un llanto, un hola, ni una mueca en su boca de pájaro mudo.

Y me dijo la esfinge: No todo el mundo nace para ser amante. Hay quienes no pueden querer, son de su deseo el fetiche. Y yo le dije: ¡Mentira! Si alguien no sabe amar es porque antes no hubo nadie que un beso le diera.

Tiene mi vecina un canario en el patio. Lo tiene bien alimentado en una jaula de barrotes dorados servida con mimos de cañamones. No le falta la lechuga, el agua, ni el grano. Siempre que voy a su casa le silbo; y el pájaro me contesta con un aleteo agradecido, con su trino, con unas risas que ya las quisiera yo para el ciclista que os digo.

Al menos una vez al día me encontraba al ciclista-bicicleta con su gorra calada hasta las cejas. Yo iba, o el venía que para el caso es lo mismo. Siempre entre él y yo, la misma indiferencia. Lo saludaba cada vez que lo veía; hasta me quitaba el sombrero para demostrarle mi afecto. Dos guijas que se rozan durante toda una vida, acabarán siendo amigas, -me decía esperanzado.

Aquella mañana vi la bicicleta en el suelo. El hombre malherido, a dos metros del velocípedo tirado en la acera. Tenía el codo dislocado, y sangraba por la frente y la nariz. Me acerqué por si necesitaba ayuda. Fui a quitarle la gorra para valorar el alcance de la herida en su cabeza, ¿y qué es lo que vi? ¡Nada! Y me acordé de Borges cuando en la Rosa de Paracelso dijo: Detrás de la máscara no había nadie.

Luego el hombre o la bicicleta, ¿qué sé yo? me dijo: yo ni siento ni padezco, a mí sólo se me ha salido la cadena. Más bien vaya usted a socorrer a la bicicleta, ella es mi corazón que fuera de mí palpita y rueda; sin ella me muero de pena.

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