Y al igual que Orígenes de Alejandría se arrancó de un tajo los genitales en cumplimiento del precepto evangélico (si tu mano te hace pecar, córtatela), Jose Afasio, el día que se dio cuenta de que sus palabras eran incapaces de decir lo que quería, se cortó la lengua con su pluma de escribir. Y luego con esa misma pluma dejó una nota en un sobre cerrado diciéndole a su mujer que al morir quemaran todos sus escritos, incluidas las cartas de amor a sus muñecas de trapo. Lobotomía integral al canto. Más le convenía permanecer mudo a este hombre y bien mirado, que no ser un charlatán sin credibilidad alguna y desoído.
En aquella Babel financiero-político-religiosa en la que Afasio, persona de pico afable y letra risueña, vivía, era imposible la alegría del entendimiento. La palabra alcanzó las más grandes altas cotas de confusión y engaño. Su devaluación era un dato constatado por todo el mundo. Nadie se fiaba de nadie. Como valor de intercambio comunicativo la palabra tocó suelo, llegó a niveles mínimos de comprensión y trato. Ya ningún prestamista de palabras, ni siquiera la Enciclopedia Británica, daba un duro por un sintagma, y menos por una paráfrasis sin contexto ni concierto, por un credo, o por un programa ideológico de equívocos atiborrado. Y hasta los SMS, tan en circulación en aquella época, ya ni en la Rae cotizaban.
Además por aquel entonces Jose Afasio hurgando en las entrañas de una palabra descubrió que en su interior se encontraba su propia negación, o lo que es lo mismo, la afirmación de su contraria. Todo un galimatías.
Tanto el lugar, como los años relativizan de tal modo la palabra -acostumbraba a decir don Afasio antes de extirparse la lengua- que lo que hoy es blanco, mañana es negro; y viceversa. Y si no, -apostillaba terminante José Afasio- mirad a Gregorio Samsa, (1) un día se acostó como joven recadero de unos almacenes, y al día siguiente se lo encontró Kafka en su habitación convertido en un monstruoso insecto hablando de manera incomprensible.
(1) /kafka/metamor.htm
En aquella Babel financiero-político-religiosa en la que Afasio, persona de pico afable y letra risueña, vivía, era imposible la alegría del entendimiento. La palabra alcanzó las más grandes altas cotas de confusión y engaño. Su devaluación era un dato constatado por todo el mundo. Nadie se fiaba de nadie. Como valor de intercambio comunicativo la palabra tocó suelo, llegó a niveles mínimos de comprensión y trato. Ya ningún prestamista de palabras, ni siquiera la Enciclopedia Británica, daba un duro por un sintagma, y menos por una paráfrasis sin contexto ni concierto, por un credo, o por un programa ideológico de equívocos atiborrado. Y hasta los SMS, tan en circulación en aquella época, ya ni en la Rae cotizaban.
Además por aquel entonces Jose Afasio hurgando en las entrañas de una palabra descubrió que en su interior se encontraba su propia negación, o lo que es lo mismo, la afirmación de su contraria. Todo un galimatías.
Tanto el lugar, como los años relativizan de tal modo la palabra -acostumbraba a decir don Afasio antes de extirparse la lengua- que lo que hoy es blanco, mañana es negro; y viceversa. Y si no, -apostillaba terminante José Afasio- mirad a Gregorio Samsa, (1) un día se acostó como joven recadero de unos almacenes, y al día siguiente se lo encontró Kafka en su habitación convertido en un monstruoso insecto hablando de manera incomprensible.
(1) /kafka/metamor.htm
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