Quitó el tejado. Fue fácil. Bastó desatornillar las planchas. Luego levantó medio metro los tabiques del falso techo; y consiguió un cuadrado de casi tres por tres, el espacio justo que necesitaba. Con las mismas planchas de uralita volvió a cubrir el habitáculo ganado. Luego recubrió las paredes con láminas de corcho.
A la buhardilla se accedía por una trampilla de madera escalando a través de unos barrotes de hierro empotrados en el muro de la habitación de abajo. Tanto el camastro como el viejo sillón fueron subidos, antes de cerrar las paredes, por medio de una soga desde el patio de luces. Imposible hubiera sido hacerlo de otra manera. El único hueco que daba al exterior, era un ventanuco frailero no mayor que un libro abierto.
Bernardo Lázaro aquella tarde después del trabajo, delante mismo del frigo abierto, se comió una manzana a bocados y tres trozos de queso. Y escaló rápido los cuatro peldaños que le separaban de la buhardilla. Buscaba a toda prisa olvidarse de toda visión externa. Los hay que se ahondan para ausentarse en el ataúd soterrado de sus profundidades. Lázaro trepó hacia lo alto para esconderse. Necesitaba sentir en su interior esa fuerza que lo trasladara hacia arriba. Como quien montado en un ascensor, y no sabe si el aparato sube o baja, quería estar seguro de a donde iba: hacia la cima de su soledad coronada.
Lázaro era repartidor de una destilería. Su jornada era larga. Alcohólico pasivo de aromas por otros degustados, sorbidos por gargantas ajenas. El día que Lázaro se refugió en el alero de su agujero, se embebió como una golondrina en su nido de barro, desde donde todo, a partir de entonces, le resultó ajeno. Y se sintió feliz como Georges Moustaki: non, je ne suis jamais seul avec ma solitude.
Tres días enteros se pasó allí encerrado. Mataba su tiempo, ora en el sillón sentado, ora en el camastro tendido. Hasta que el dueño de la destilería se presentó en la casa. Estaba cerrada. El hombre preocupado por Lázaro pudo entrar al patio de luces; y desde abajo gritó con fuerza:
¡Lázaro, sé que estás ahí, ábreme el escotillón!Bernardo Lázaro pasaba de reencarnaciones y resurrecciones. Tan sólo tenía la esperanza de que después de muerto, alguien pronunciara su nombre.
La soledad es tan fiel, como la sombra, Juan, solo nos queda pedir que esté siempre bien acompañada "ma solitude".
ResponderEliminarMuy interesante tu relato, me ha gustado mucho.
ResponderEliminarA veces necesitamos estar en soledad, pero cuando es una soledad obligada, esa gusta menos...
Un abrazo fuerte.
Excelente, la soledad es a veces la mejor compañía.
ResponderEliminarUn abrazo