“...comprendí en ese instante que mi calle era
una imitación, un trasunto, una copia, quizá
una metáfora del mundo.” J.J. Millás (El Mundo)
Elegí para mis vacaciones un lugar distinto, alejado. Si aquí estábamos en lo más crudo del invierno, que allá estuviéramos en pleno verano. Si aquí de mascota tenía un hurón operado, que allá un gato de angora fuese mi animal de compañía.
Cansado de soportar la arquitectura provinciana de mi ciudad, una capital de referencias renacentistas y cargadas de monumentos de estilo greco-romano donde la figura humana es la medida de todas las cosas, yo busqué para mi descanso un lugar exótico, de tradición naturista y maneras menos victorianas, más relajadas y allegadas a otra cultura menos occidental, y bucólica.
La calle donde desde hace treinta años vivo, un segundo izquierda de la avenida Ítaca con ser muy familiar y querida, me resulta ya muy gastada. Siempre el olor a pescado al pasar por la plaza de abastos; la misma farmacia de la esquina; la gordura afable del señor Julián, el portero del Cleopatra, el edificio de enfrente; la señora Penélope y su perro, (mejor a la inversa), todas las tardes los dos paseando por la acera de enfrente; Felipe el del kiosco, respetuoso y escuchador terapéutico de su clientela, hombre de mi confianza que guarda las llaves de mi apartamento.
Como todas las calles, la mía también tiene un bar, pero no es oscuro como el de la canción rokera, que tiene dos grandes ventanales que dan al mediodía. Su dueño, “el planchao” le llamamos por sus pantalones a rayas, con ser un tipo callado, no es huraño, sino tolerante y amable.
Mi calle tampoco se priva del omnipresente cascarrabias de todos los barrios, ese tío ceniciento cuya terraza da a un descampado donde los muchachos por la siesta juegan sus partidos para mitigar sus picazones y fobias. Este hombre, Agripino, enjuto y con bigotes suele cabrear a los muchachos; no les devuelve el balón cuando de un chupinazo errado se cuela en su patio.
Mi calle es tan cercana y normal que pudiera ser la calle de cualquiera. Con todo no me da pena dejarla estos quince días. Queda ya muy manido el dicho de “renovarse o morir”, pero yo necesito cambiar unos días de residencia, aunque el cambio me lleve, como aquí se comprueba, al mismo sitio de donde venía.
Y es que literalmente fue así. Lo cambié todo para que nada cambiara.
Yo un heraclitiano por los cuatro costados, no me lo pude creer. Nada más llegar a ese lugar distinto al que por fin pude llegar tras doce horas de vuelo, me sorprendió el Agripino de las pelotas con su mostacho de punta, aquel endiablado vecino que a los chiquillos a mal traer llevaba:
Hola, paisano, ¡qué coincidencia, los dos por aquí, de tan lejos, y de nuevo juntos!Y es que mi calle, mis vecinos son tan corrientes, tan simpáticos y a veces tan estúpidos, que pueden ser también los tuyos aunque vivas en la quinta puñeta.
Me gusta J.J. Millás, lo leo...
ResponderEliminarY me gusta tu relato de "La quinta puñeta"....Ah, el mundo es tan pequeño, qué no es un pañuelo, es una caníca....
Besicos.
Juan, ya hablaremos de lo que hablamos, de momento no ha habido courummmmm.......
ResponderEliminarExposiciones, presentaciones,etc...
Más besicos.
Me ha hecho mucha gracia el texto, y me ha recordado una anécdota de un amigo de Alicante, que se fue a París y estando en la cúspide dela Torre Eiffel, disfrutando de las vistas de la ciudad de la luz, se vio sorprendido por un grupo que se le puso al lado y se puso a cantar: "A la llum de les fogueres / s'abaniquen les palmeres".
ResponderEliminarjajajajajajajajajaj, qué mala suerte la tuya,jajaja venirte a topar con el pesado del barrio, es que el mundo es un puñetazo pañuelo.
ResponderEliminarQuien quisiera estar en tu ciudad maravillosa como la pintas, a mí me gustaría guardarte las llaves y viajar la friolera de 18 horas nada más pa ver la gente que acá describes.
Me reí mucho con el hombre del kiosko el escuchador terapéutico?,jajajaja, nada más que tú para utlizar las palabras precisas.
Me ha encantado como siempre.
Abrazos sinfónicos.