Las lágrimas de la madre, ácido correoso, caen ahora sobre la mesa del inspector de policía, y convierten en un mapa de desconchados malolientes la madera de pino blanco a juego con el zócalo del despacho de la comisaría. El agente inculpa e informa a los padres de la denuncia contra el hijo. No hay pruebas; pero el inspector está convencido de que ha sido Ezequiel el que se apropió del dinero de la anciana:
Está bien claro. Es el típico caso del común ladronzuelo, su modus operandi. El chico en el tumulto del mercado de los miércoles birla a una descuidada vieja el monedero, coge los cincuenta euros de su interior, y el resto, lo que no le vale, lo tira a la primera papelera que encuentra.Ezequiel está sentado entre sus padres. Estira convulsivamente su cabeza hacia el hombro izquierdo. Y dice algo que el policía no entiende. Si yo hubiera estado allí, habría convencido al inspector que Ezequiel era inocente. El marido tiende su brazo sobre el cuello de su hijo. Y consuela a la mujer:
No llores, nena. Deberíamos más bien dar gracias. Así de aquí en adelante estaremos más atentos.La madre, ya antes del nacimiento de Ezequiel, empezó a sangrar con aquellos calambres que la paralizaban de miedo. Si hubiera parido a este hijo cincuenta años antes, tal vez -pensaba la mujer- agradecería haber muerto de sobreparto, para no llorar ahora tanto. El parto fue prematuro. La placenta quiso entonces que aquella criatura no naciera, pero los médicos, la ortodoxia y los adelantos con la práctica de la cesárea hicieron posible una vida que en el fondo, y muy callados, el matrimonio lamentaba por separado. No maldecían la vida. No eran tan insensatos; pero el sufrimiento por su hijo era tan intenso...
Mucho se ha cacareado sobre la intuición materna. Ya podía Ezequiel andar muy lejos, allá en la estratosfera, helado de frío, o junto a las calderas del quinto infierno, abrasado, que la madre sentía el titiritar o el quemazón de su hijo en el temblar ansioso de su carne, y no sabía si era la de su hijo o la suya la que sacudía de espanto su alma.
Salen los tres abrazados, humillados de Comisaría. La madre con sus gafas de sol. El padre con los dientes apretados piensa que a este paso la sociedad convertirá en delincuente a un muchacho cuyo único delito es haber nacido distinto. Ezequiel con sus espasmos musculares grita al mundo que nunca le quitó a nadie nada. Al contrario son los demás los que a mi me roban el derecho a ser distinto cada día. En la calle un viento fuerte hace temblar los árboles y hasta los semáforos se apagan y se mueven a vainazos como la cabeza compulsiva de Ezequiel.
Los hay románticos que dicen que un hijo es el corazón de la madre latiendo fuera de ella. Pero no saben que hay latidos que son desgarros y hemorragias que duelen como garfios y duran mientras los días del hijo son noches eternas de sobresaltos. Y lo malo de este dolor, sus latigazos, es que no era individualizado y personal, ni subjetivo, como lo es una sola herida, sino que su disparo hería al mismo tiempo a tres personas hundidas durante más de veinte años, la edad que ahora tiene el hijo.
El tic nervioso de Ezequiel decían que era heredado del abuelo, como si el abuelo ya supiera que su nieto iba a descolocar o poner en su sitio a sus padres doblegados. Nada se mueve en el cuerpo que no se deba a razones que antes no se cocieron dentro. Y dentro de Ezequielito había un ajetreado mar de motivos que le hacían relampaguear de sacudidas su cabeza como un baleo en plena guerra.
La mujer llora hoy como lloró el otro día cuando de nuevo lo pillaron sin tener nada que ver en una redada a la puerta de un bar donde se traficaba. Ya se sabe: dame un zagal guapo y otro con sacudidas incontroladas del cuello, y al momento os diré que el sospechoso es el muchacho de feas convulsiones que pone nervioso a cualquiera. Llora la madre hoy en comisaría, lo mismo que ayer lloraba cuando iba a verme al colegio, quejosa porque a su Ezequiel lo marginaban los demás niños, porque su cara se movía rara y desconcertada como el rabo descuartizado de una lagartija separada del cuerpo. Lo mismo que aquella vez que lo echaron de la discoteca de pijos por ir con la camisa por fuera y en sandalias. O aquella otra que el padre tuvo que encararse y llegar casi a las manos con un vecino que se reía del hijo. Luego el padre en su casa al comprobar que las sacudidas del hijo también a él lo sacan de quicio, en su interior disculpa al vecino.
En los momentos a solas de la pareja, el marido consuela a una madre que no cesa de alimentar el mar de la pena con su culpa compartida con el hombre:
Mujer, debiéramos dar gracias de tener un hijo como Ezequiel. El es la ventana que nos permite ver la vida y sus aconteceres en su más hondo sentido. Las sombras iluminan nuestra mirada.
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