Toma, léete El Corazón de las tinieblas. Sé que te gustará.Por aquel sonrojado verano de amistades agraces y tempranas yo era demasiado joven para enamorarme del simbolismo recurrente de las palabras. Me atraían más que los conceptos, las piernas de una muchacha. Y si continuaba con la lectura de Conrad al amparo refrescante de los montes de un castillo donde mitigaba mis ardores puberales, no era por el placer de observar el remar experto de un intrépido marinero entre selvas de frases y remolinos, sino convencido de que tras la estela y el eco de las palabras que atrás con mi lectura dejaba, encontraría el desenlace dorado; pero no, allá en el río Congo tan sólo encontré el final de una horrorosa esperanza, la muerte misma del misterioso Kurtz, un agente comercial tan abominable y corrupto como deseado. Y yo, sin la joven tras la cual mis ojos se perdían.
Cual muchacho que no descansa tras el señuelo, el perfume que deja la persona añorada, leía yo en aquel tiempo a Conrad. Y raudo seguía la lectura, a la caza de mis sueños, ajeno al camino y al mismo deseo de encontrarme cara a cara, de hacer mía a la joven, o al tratante de marfil, al emperador del mal. Y es que en la búsqueda y sus circunstancias se goza y se llora a veces más que con el hallazgo mismo.
La impaciencia lectora me impedía por aquel entonces recrearme en el color de un adjetivo, en el resplandor de un nombre, la furia de un verbo, el miedo, la sorpresa de una proposición, la dulce melodía de un adverbio. Y mis ojos corrían de palabra en palabra como rapazuelo que en busca de un nido atraviesa un arroyo antes de que la avenida se trague como un cocodrilo las piedras de los sustantivos emergentes y sus polluelos.
Y en esta hora crepuscular en la que un suave viento de poniente madura allá por las ventanas de Ricote con el púrpura rasgado de su trazo el amarillo de una tarde en declive apresurado, vuelvo a Conrad; y esta vez su Karain me devuelve, me embalsama; y me detengo ante el perfume del óleo de sus palabras, el dulce sonido de su verbo. Y no soy yo el que se detiene, es su lectura la que me paraliza con la calma de su decir encantado. Es el deleite mismo de su descripción sonora y pausada. Y el aventurero tripulante del Narcissus me lleva ahora sin conducirme, sin ser condicionado por la prisa, la urgencia juvenil de saber el final, hasta el corazón mismo de aquella muchacha cuyas piernas hace tanto tiempo perdí de vista. Y oigo las olas y huelo los pinos y atravieso el abismo, como si yo aquí mismo, encerrado en este trastero, estando tan lejos, estuviera en el centro mismo del anfiteatro de la tierra, entre las montañas y el mar, abrazado a la adolescente aquella de tan bellas piernas a la que nunca pude ver el rostro.
Y este milagro de la escritura de Conrad resucita al muerto que en mi habita en este otoño de membrillos grises. Y celebro su Karain como si ya fuera primavera o domingo de Pascua.
Maravillosa experiencia la vivida al leer esas letras, la lectura cuando es buena y sosegada y consigue atraparte de esa manera, deja al lector exhausto pero con ganas de más, mucho más.
ResponderEliminarHasta yo me he llenado con esas palabras y he sentido lo que tú sentías al leerlas.
Un abrazo, Juan.
Es curioso porque hace pocos meses a mi me pasó lo mismo, aunque no persiguiera ni piernas ni perneras de nadie, pero empecé a leer "el corazón de las tinieblas" por recomendación de una amiga que me habló de la novela, casi como un viaje iniciático por los meandros de la horripilante esencia de la humanidad y a mi no me dijo nada, no encontré nada de lo que ella me decía quizás porque tanto y con tanta avidez quise buscar. El horror!! el horror pensé soy yo que no veo en donde los otros ven y me quedé un tanto frustrada.
ResponderEliminarUn saludo