Sentado con los pies en el agua en un escollo del río Cicerón. Estrenaba mi descanso con mi caña de pescar entre las rodillas a la espera de que cayera alguna lubina, tres tan sólo, lo suficiente para un suculento almuerzo en mi primer día de vacaciones. Mi mujer y mi hija se habían quedado remolonas allá en la cama, a unos trescientos metros, en la casa rural que habíamos alquilado ese verano. Y yo esperaba sorprender a mis princesas al mediodía con unas buenas colas de lubinas con ajo y perejil a la plancha.
Y al tirar unas cuantas lombrices para atraer a las lubinas, una piraña asoma por encima del agua. Hasta ese momento nunca había visto yo esta clase de peces. Tan sólo en el cine, en aquella película de Joe Dante de terror y suspense. La reconocí por sus dientes afilados y su boca desencajada y voraz, deseosa de algo que yo ignoraba, a no ser que fuese mi propio cuerpo.
Había oído yo que los indios de Sudamérica se bañaban en ríos infestados de pirañas sin que éstas jamás les mordieran. Por eso en lugar de ponerme nervioso, me despreocupé de la pesca; y como niño que mueve con la mano el agua hacia si para hacerse con el barco de papel que se le escapa corriente abajo, atrevido barrí con el movimiento de los pies hacia dentro para tratar que la piraña viniera a donde yo estaba.
No es tan fiero el león como lo pintan. De hecho hay quien dice que estos charácidos no son carnívoros, sino más bien vegetarianos que se alimentan de frutas y de semillas. Así que confiado le tiré una de las dos manzanas que me había traído como refrigerio para aguantar la mañana.
La piraña cerró la boca. Tal vez la manzana no era su bocado predilecto. No sé por qué, pero me acordé de lo mucho que le cuesta a mi hija conciliar el sueño por las noches. Hice con el pez lo mismo que con mi niña. Envolví mi voz con la tonalidad del encanto requerido y me puse a contarle un cuento a la piraña. Mis palabras salían horneadas, cálidas e hipnotizadoras. Noté que conforme avanzaba en el relato, la piraña engordaba y engordaba como si mis palabras fuesen su alimento. Lo que me hizo deducir que las pirañas no son carnívoras, ni frugívoras, ni granívoras, son sobre todo verbívoras, se alimentan del néctar de las palabras.
Y al ver a la piraña tan colmada y casi dormida, me paré en seco, dejé de contarle el cuento. El pez cerró los ojos y abrió la boca. Y vomitó tres lubinas intactas, frescas y listas para el almuerzo del mediodía.
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