viernes, 2 de abril de 2010
Tonel de roble
Una emanación entre amarga y afrutada se escapa en tropel de la barrica de vino. La riada invisible de aromas letales inunda por completo la cueva de la bodega. Jerónimo Artero aspira el acrisolado elixir. Siente un sopor dulce. La vista perdida en la blandura de un valle de viñedos sosegados. Su mente obnubilada, perdida allá en el fondo, en la acogedora sonrisa de la madre de un generoso montilla.
Encontraron su cadáver en el mismo gollete del tonel de roble. El cuerpo doblado con media cabeza metida en el caldo. Los pies por fuera, boca arriba, como unas tijeras abiertas. En el suelo, la tapadera del tonel con el anagrama grabado en fuego: "Bodegas el Pipa".
No hizo falta que el forense dijera que "la falta de oxígeno en el cerebro engrifó su corazón hasta dejarlo exánime, sin latido, como pajarico en el charco".
Camilo Panero, el oficinista de la empresa, tampoco tiene reparos en identificar el cadáver. Sin mover un músculo de la cara le dice al comisario que se trata de Jerónimo Artero, un antiguo compañero de clase. Y añade: "creo que trabajaba en Seguros Estigia.
Comenzó la cosa mal ya antes de que empezara. El destino como el movimiento de las olas camina sin frenos, es imparable como la rotación de los planetas. El hueso que afila los colmillos de los lobos a media noche, la mano oculta que hace que los cangrejos vayan para atrás, es la misma que destapó aquella cuba de la bodega del Pipa. Los vapores de la fermentación entaponaron los pulmones de un pardal que ya había galleado bastante. Coincidencias absurdas. El futuro por su cuenta a veces reconduce anécdotas del ayer, cambia lo que un día sucedió y se venga del pasado. Puede que los acontecimientos sean reversibles. Pero Camilo piensa que agua pasada no mueve molino.
Con todo cuando encontraron muerto a Jerónimo Artero en la cueva de la bodega del Pipa, un pedazo de la historia se deshizo y el día se volvió a disfrazar de otra manera. Los incidentes ya no ocurrieron como la primera vez. Nunca segundas partes fueron buenas.
Camilo no se siente un desgraciado por vivir como vive.
Si antes de la muerte de su compañero de instituto el policía le hubiese hecho a Camilo la típica pregunta: "si volviera a nacer ¿qué cambiaría de su vida?", el contable hubiese dicho sin vacilar: "nada, no cambiaría nada". Como dijo Pilatos: "Quod scripsit, scripsit." Bien sabe Camilo que no hay más cera que la que arde, que no está en su mano borrar las manchas de la luna. Son los avatares, las encrucijadas, las escaramuzas, las que cambian la trama de los días.
El oficinista se limitó a enseñarle las bodegas a su antiguo compañero de instituto. Un conductor alocado no estampa sus sesos en el asfalto por gusto, es la obsesión ciega del sol deslumbrante de la mañana la que estrella el cuerpo contra la cuneta. No necesariamente detrás de cada muerte hay un asesino, un suicida, o un amigo despechado. Las circunstancias también matan. "En esta empresa yo sólo soy un "mandao", le dice Camilo al inspector a la hora de identificar al finado.
Con su bachiller terminado Camilo entró a trabajar apilando troncos en un almacén de maderas. Luego le ofrecieron un puesto mejor pagado como contable en esta bodega de vinos. Se casó con Margarita, la hija de la frutera de la plaza de abastos. Tres polvos a la semana. Una hipoteca al nueve por ciento. Una cerveza con patatas a la brava en compañía de su mujer todos los sábados al mediodía en el bar de "las Pencas". Hasta un canario en el tragaluz de la cocina con alpiste y una hoja de lechuga fresca. Todo muy normal, tan normal como anodino.
Hasta aquel día en el que la cruz del tiempo quiso que Camilo y Artero se encontraran después de veinticinco años.
“¡Cuánto tiempo!"
Se abrazan con el mismo ardor que una báscula aguanta la carga de una res sacrificada. Celebran el inevitable encuentro con unos martinis en la cantina de los Molinos del agua. Artero cuenta que trabaja en Seguros Estigia. Los amigos recuerdan sus tiernos años en el Jaime Primero, aquel instituto que aún luce su fachada de piedra tosca. Camilo sin decir nada paladea trago a trago las zancadillas pasadas de Artero, el levantamiento del primer amor por aquella zagala, el apodo de "pichacorta", mote que el mismo amigo le puso un día cuando los dos meaban contra la tapia del matadero municipal tras su primera cerveza.
El reloj de la plaza toca una hora cualquiera, es el mismo reloj de números romanos que ajustó la adolescencia de Camilo y Artero, pero ahora el eco de aquellas campanadas huele a retama.
Los dos amigos echan de menos el viejo roble junto al recodo del malecón, donde ellos colgaban sus ropas cuando se fumaban la clase y se daban un baño en el río. Del viejo árbol tan sólo queda una peana redonda y reseca al ras del suelo. "Unos toneleros lo talaron para cubas", comenta Camilo. Las raíces muertas del roble aún recuerdan con dolor las respiraciones entrecortadas de aquel día en que Jerónimo Artero sumergió repetidas veces la cabeza de Camilo en el agua del río.
Aquella tarde Camilo y Artero se fumaron la clase de historia. Fueron a pescar cangrejos. Sin venir a cuento Artero zambullió a Camilo repetidas veces en el río hasta dejarlo casi sin respiración. Pero la historia no olvida y quiere cobrarse ahora una deuda. El destino es incorruptible.
Camilo si pudiera restañaría aquellos momentos de angustia. No está en sus manos poner venganza donde hubo insidia, por eso se limita a decirle a Jerónimo Artero:
"¡Vayamos a la Bodega donde trabajo. Es una maravilla. Ya verás. Lo último en enología. Está a dos manzanas de aquí."
Cuando Artero entra por la arcada de la cueva lo primero que ve es el tonel del vino, la misma madera de aquel árbol cortado de la orilla del malecón junto a los Molinos del Agua. El viejo roble convertido en barrica y Jerónimo Artero el de los seguros Estigia. los dos frente a frente. Se reconocen. Y se miran adustos como venados en celo.
Los hitos de la rueda de la vida de Artero en movimiento vertiginoso se agolpan al mismo tiempo en una imagen fija. El hoy, el mañana y el ayer están ahora en su trono, interseccionados en el mismo plano de su mirada, en la cruz del árbol del tiempo. Un trio de reyes, las coordenadas de la eternidad, pasado, presente y futuro en las manos furiosas de un tonel de roble.
Y lo que sigue de esta triste historia del "Tonel de roble" es su mismo principio. Comienzo y fin son dos cabos que se tocan.
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