No he visto mirada de animal que no sea triste. Lo supe esta mañana al contemplar tu ceño de punta y entreverado como dos punchas claveteadas sobre la madera de mi cara hinchada por el agua.
Luego, ya tarde, cuando quise saber el por qué de tu amargura, comprendí tu malestar de bestia resentida al no poder echar por la boca los demonios de tu voz enjaulada. Te faltaba el habla.
Comprendí también tu rabia. Atado el silencio al miedo te tenía. No podías gritar ni reír. Estabas conmocionada. Y tus sentimientos sin las alas de un lenguaje que le dieran salida y vuelo te carcomían sin poder salir del nido como mochuelo mojado por una lluvia de alambres que atravesaban tu garganta.
Me contagió el tapiado de tu corazón en off, tus pulmones encharcados de incomprensión, el agarrotamiento de tus palabras, tu impotencia. Tu confusión me confundió. Y en lugar de animarte a salir del hórreo de tu terquedad callada, me hundí yo también en la mudez de tu abismo afásico cual socorrista ahogado por un náufrago sin pie y desarbolado.
Los dos ahora, aquí abajo sumergidos en la laguna de Estigia, esperamos a los submarinistas que nos trasladarán a la morgue para que allí el forense del verbo lúcido certifique la causa de nuestra muerte:
"Murieron sin entenderse. Tercos prefirieron no darse la mano de la palabra para escapar de las furibundas olas de la incomunicación y la insidia"
No hay comentarios:
Publicar un comentario