sábado, 30 de enero de 2010

Zamá


El cancerbero mayor con una tea de fuego flamea las plantas de los pies del muchacho que pende sin pestañear de los flamantes cuernos de una yunta de bueyes sagrados.

A lo largo de siete años el muchacho se ha preparado para este momento. Le falta muy poco para llegar a ser hijo recóndito de la Ciudad de Zamá. El muchacho ya no es un niño. Tiene dieciocho años. Con sólo nueve vino a este internado para estrenarse en el manejo de las artes y disciplinas que se precisan para ser ciudadano de la Ciudad.

Durante este tiempo aprendió el control de cada uno de sus sentidos. Destacado discípulo. Puede comer de cualquier alimento por apetitoso o apestoso que sea, o ayunar durante cuarenta días sin que sus papilas se conmuevan. El aroma de una flor, el busto de una mujer, la sonrisa de un niño, el murmullo del mar, el canto de la alondra, el alba,... no son lo suficientemente bellos como para que su mirada se deje seducir como gacela ingenua. Su cuerpo es una piedra, su corazón, un desierto. Es capaz de reprimir una erección sin derramar gota seminal alguna. La brisa, la tormenta, la lluvia, el frío, no dejan huella alguna en su piel resistente y curtida como la membrana tamboril de un penitente en Semana Santa. Ya puede llorar un árbol, teñirse de sangre la luna, que una lágrima no salará sus labios. Su alma impertubable es un estanque de hielo. La familia, los recuerdos, los amigos, las espinas, la muerte de su padre, no obstaculizaron nunca su decidido caminar hacia la única belleza que aspira: ser morador de la Ciudad de Zamá.

Pero al muchacho le queda por superar aún la última prueba. Si lo consigue el Gran Mentor marcará entonces su sien izquierda con el herraje al rojo vivo del anagrama que lo distinguirá para siempre como inquilino de la Ciudad.

Con voz solemne el Mentor muestra ahora un sobre al muchacho. Y le dice:
Si quieres atravesar la muralla de la Ciudad deberás arrojar esta carta a la hoguera. Las llamas que desprendan su combustión serán la puerta que te dará acceso a la Ciudad de Zamá.
El muchacho abre el sobre y reconoce el papel doblado que contiene. Es la misma carta que de niño, antes de venir a esta casa, le escribiera a los Reyes. Y recuerda ahora aquel sentimiento fuerte de esperanza con que la escribiera un día. El crujir feliz de su lápiz sobre la semilla de aquel papel de su infancia le conmueve ahora espigado y con tanta fuerza que se niega a quemarlo. Y prefiere el sueño que de niño pidiera a unos magos de oriente, que ser ciudadano privilegiado de la Ciudad de Zamá.

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