sábado, 19 de diciembre de 2009

Bichos




Desde el día en que se dio aquel golpe en la cabeza Atunai todas las noches soñaba con cucarachas y escarabajos. Estos bichos anidaban y bullían en sus bolsillos, en el pañuelo, en los forros de su chaqueta, y hasta como conejos se reproducían en las ingles y en sus sobacos. Y la luna era un disco ensombrecido por una mancha pululosa de gusarapos. Los flecos de las cortinas del salón estaban roídos por los gusanos, también los paños de la cocina parecían pergaminos chamuscados. Y lo malo no era que por la noche le atormentaran cual espinas entre las uñas de sus dedos enmarañados de larvas; lo peor es que luego durante el día con tal presencia y virulencia le perseguía el recuerdo de estos bichos a todas partes, en el baño, en el desayuno, en los recados.., que su humor se entristecía y todo su cuerpo era una comisura desencajada de amargura por la zozobra y el asco.

Desde aquel lunes despistado en que se dio un tremendo golpetazo contra la farola de la calle de la Luz algo debió pasar en su cerebro para que Atunai empezara a soñar de manera tan compulsiva con los escarabajos. No es que fuese muy mayor este hombre, apenas cuarenta y tantos años, pero desde entonces se le agrió el carácter, casi siempre estaba enfadado, a todo el mundo trataba a estampidas. El sol tranquilo de antes sobre la acera de su vida quieta era ahora un remolino de bichos, sombras enfurecidas que se le subían por la espalda, se amontonaban sobre los hombros y con su peso lo quebraban poco a poco hasta convertirlo en un viejo receloso, prematuro y achacoso.

Los sueños cada vez más frecuentes y obsesivos se adueñaban de su vida real. Para él todo el mundo era una pilastra de bichos: el vecino, el barbero; y hasta la muchacha de la floristería, tan hermosa ayer que Atunai se derretía por ella, hoy tan sólo una manta cubierta de orugas.

Una mañana en el supermercado en el que trabajaba como encargado de la sección-pescadería, al recibir el surtido del día recién traído vivo y fresco de la lonja, Atunai perdió los estribos, mandó inmediatamente tirar todas las cajas del pescado al contenedor de los residuos. Y le chilló al de la camioneta:
"Cómo tenéis el descaro de servirme esta porquería descompuesta y cubierta de gusanos"
Y despidió al proveedor que no salía de su asombro. El pescado venía como siempre brillante entre algodones de hielo.

Puede que Atunai no estuviera loco, sino más bien que sus ojos fueran de lince. Los bichos que veía no eran fantasmas de su imaginación tocada. Nuestro cuerpo entero, el de los reptiles y peces ¿no son acaso una camada de virus rampantes hacia su desintegración completa?

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