Con los ojos en blanco, aquel hombre miraba al infinito. No miraba. Se movía de aquí para allá sin saber por donde. Lo que se dice un sonámbulo. Y hablaba y hablaba sin tener a su lado interlocutor alguno.
Antes de instalarme en la capital ya me habían dicho que no me extrañara de nada, que allí en la gran ciudad vería cosas muy raras: estatuas vivientes, buganvillas de cartón, gente muy sola, yangüeses (*), aceitunas sin hueso, escaleras a motor, máquinas tragaperras.
Y vi aquel hombre que no despegaba la mano derecha de su oreja ni con decapante, como si le hubiese picado una avispa en el vaso auditivo. Y se metía como tornillo apretado el dedo índice de la otra mano en el agujero de su oreja opuesta para impedir que por aquel conducto se le escapara el diapasón de la vida. Tal vez una técnica urbana para dar muerte al insecto, o evitar que el heminóptero, o como se diga, le hiciese marro por el caracol izquierdo.
Y el hombre, a quien para entendernos, llamaré del aguijón, no paraba de dar vueltas para provocar la atención, pedir ayuda, o quizá sólo fuera un prostático que se estuviera meando. Además sin venir a cuento se expresaba con autosuficiencia y poderío, y no tenía a nadie enfrente, ni siquiera un molino de viento contra quien desatar la agudeza del dolor cuya causa yo suponía haber sido el picotazo de un simple abejorro. Me recordó, no sé por qué, a don Ricardo, el boticario del pueblo, un señor bueno y tranquilo, más bien amansado por el humor menopáusico de la señora Ricarda.
Y el "botica", así lo llamábamos los zagales, cuando conducía aquella máquina resplandeciente de cuatro ruedas, se volvía loco, frenético, prepotente como un mihura por cuestas y callejones. Y montado en aquel armatoste de hierro se sentía libre, como nuevo, lejos de las furias climaterias de su mujer, a su vez también liberada lejos del marido. Y los niños aparapetados tras las paleras en el ribazo.
Y este humilde servidor, venido de un pueblo en el que todo el mundo al ver un gorrión caído se vuelca para darle abrigo, se dirige al hombre del aguijón. Y traté de socorrerlo. Siempre acostumbro llevar en mi zurrón dos cartílagos de aloe. Su unción es bálsamo de Fierabrás, remedio infalible para las quemaduras, un rasguño, o el picotazo de un bicho como en este caso. Con sólo dos refriegas donde el picotazo doliera, el aguijón por si solo se saldría. ¡Y otro entuerto desfacido!
Pero al ir a aplicar la planta curativa en su oreja, el hombre del aguijón me dio un manotazo en la trompa al tiempo que me gritaba:
"¡So bruto, no ves que estoy hablando por teléfono!"Y aún conservo la cicatriz de un móvil en medio de mi cara marcada cual la espalda apaleada de Sancho por los arrieros de aquellas hacas galicianas.
(*) Cfr. cap. XV. Don Quijote de la Mancha I
El Quijote en toda su esencia, la utopía de ayudar al desvalido (que consiste en esperar que el desvalido agradezca la ayuda, o al menos la acepte), la lucha con yangüeses, follones malandrines, que tarducido al palabrerío del siglo que nos ha tocado, vienen a ser los del pinganillo, el móvil y otras hierbas...
ResponderEliminar¡Ah, la generosidad murciana! simbolizada en la Matrona que deja a sus hijos para acoger a los huérfanos extraños...
Me ha encantado el relato. Pero me ha dado pena el humos de la boticaria,la pobretica mujer, con sus cambios de humor...¿los hombres no tienen vaiaciones de humor? ¡qué suerte!