miércoles, 27 de mayo de 2009

Pelillos a la mar



Que le masajearan la cabeza era su mayor deleite. Hasta que su mujer no pariera Sansón se dejó crecer el pelo como promesa. Y buscaba a Dalila para no cansar a su esposa preñada. Y cuando su amante esporádica metía sus jugosos dedos en la mata negra de su melena, la mente de Sansón era un prado, una bahía, un cielo tejido de estrellas en calma en el sillón de una barbería. Y con sus yemas rastreadoras la mujer apretaba su crujiente cuero cabelludo, un estanque enjabonado de peces. Y enredaba para desenredar sus rizos. Y los manojos fuertes del pelo del hombre como la cola de cocodrilo al salir del agua se recreaban deslizándose acariciadamente por el ángulo de los dedos concubinos de Dalila. Y su virilidad crecía como crece el monte a caballo de la lluvia.

Y ella con lo bucles de Sansón, hilos de acero, cual prestigiosa hilandera tejía y jugaba como un niño con la arena, peinaba castillos de sueños, la suerte de su carta perdida mesaba. Y cerraba los ojos a su vida pasada. Y si ella trazaba en las sienes del hombre constelaciones circulares, ella misma era la constelación en persona, masajeada y querida.

Luego aparecieron las tijeras, los filisteos, los chinos con sus peluquerías de tapadera, el hijo de Sansón, el cuarto de atrás, los jueces del bando enemigo... Y pelillos a la mar.

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