Yo esperaba desde hace tiempo tus palabras. Y vinieron. Y por fin se posaron en mi “empalagosa” herida. Y fueron puñales para mi vanidad endiosada. Porque no hay peor ni mejor dardo que aquel comentario atinado que hiere el orgullo de un maletilla en letras que creía emular a un manco y se quedó envarado como mulo por un rayo.
Y en tu decir afilado encontré no sólo la colleja acertada, tu consejo sabio y merecido a mis ínfulas fatuas, virtuosismo descarado, sino el viento raso que “allanara” mi presunción literaria. Que causa y remedio, ensayo y error son dedos de una misma mano. La serpentina barata de los adjetivos sobrados no embellecen, más bien cargan y abaratan, empañan y desfiguran la imagen clara de las palabras. Que ser escritor no es sólo escribir bien.
Estoy contigo; pero ya ves, a las pruebas me remito. Indomable narcisista irredento no sé hacerlo. Y un escritor debiera ser desprendido y escueto, dejar libre y no ahogar con el humo de su verborrea la voz genuina de su propia inspiración. Que el diarista más escribe con lo que a la papelera tira que con lo que publicado queda.
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