
Un notario es aquel que da fe de lo que le contamos, aunque sea mentira, como si nuestra palabra no bastara ni valiera.
Después de despotricar durante años contra el testamento por ser acto de ostentación “in-apropiado”, ayer fui engullido por las fauces presuntuosas de práctica tan razonable como inútil. Y en el fondo la raíz de mi negativa era que quería perpetuar más allá de la vida mi avaricia. Nadie después de muerto carga con el fardo de sus pertenencias. Que la agonía es sabia consejera y nos convence, aunque tarde, del alivio del desprendimiento.
Siempre dije que el testar era una autofelación imposible. A nadie se le ocurre apropiarse del aire, de las nubes, del color del atardecer, de la frescura del agua. Y menos cargar nuestros bienes en el falucho que por los mares de Estigia nos llevará a no sé donde. Más trágico aún sería nuestro exilio y naufragio con nuestro camarote hasta los topes.
Y lo que ayer consideraba que era una majadería, hoy ante notario, reconozco, tras hacer el testamento, estar más tranquilo, más ligero al saber que nada es mio.
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