
La sala repleta hasta la fila del fondo. Coro y orquesta se habían estrenado a conciencia durante los últimos quince días. De ello se había encargado el director, un músico despeinado, sensible como enérgico y capaz de conducir las excelsas voces de los cantores y la virtualidad de los instrumentistas como lo haría un habilidoso jinete con un tiro de caballos briosos.
La expectación de la Globalpolifonic, una de las mejores sinfónicas del mundo, era inmensa. Hasta la crítica más exigente le auguraba un éxito rotundo.
Pero en las artes como en cualquier campo de la vida basta con tener un insignificante descuido para que todo se vaya al traste. La pequeña mancha en el mantel de una importante celebración culinaria puede amargar el exquisito sabor de los platos sabrosos que luego se han de servir en la suculenta mesa. “Por un gato que maté matagatos me llamaron”.
Así más o menos, de modo coloquial y sugerente, advertía el director en el último ensayo general al elenco de profesionales que bajo su mando estaban:
“Supongamos que dos brigadas de bomberos se unen para derribar un famoso monolito medio derruido tras un terremoto. La monumental escultura está a punto de caer. La zona ha sido vallada. Y los bomberos deben unificar sus fuerzas, todos en la misma dirección, a fin de salvar tanto su seguridad como la conservación de las partes aún no dañadas del complejo escultórico de la plaza principal de la ciudad. Esa es nuestra responsabilidad: conseguir en el estreno de mañana que letra y música vayan armoniosamente de la mano, cual única cabalgadura en la que alazán y caballista formen un sólo cuerpo.”Luego en el concierto nadie pudo explicarse el desbarajuste habido entre la letra y la parte instrumental. El hombre propone y Dios dispone. Si la melodía de los violines era dulce y subida, el texto que salía de la boca de los tenores era áspero y patético. Cuando las trompetas acompañadas de toda la artillería de metal solemnemente sonaban a ritmo de marcha funeraria, los versos de la soprano desgañitaban himnos de gloria. Y si la madera y el viento de las flautas y los clarinetes silbaban suaves brisas de mares de sirenas, el grave de los barítonos contrastaba cual mugido de huracanes apocalípticos con la cadencia acompasada de las nereidas. En las caras de un público desconcertado se reflejaban unidos la mismísima tristeza y el gozo enfrentados. Y este sufrir y reír al mismo tiempo de los oyentes les confería a sus rostros un aspecto tétrico y carnavalesco.
Como era de esperar, al final del concierto críticos y periodistas pidieron explicaciones al director de la Globalpolifonic. Y éste se defendió con astucia disimulada:
“Señores, ignoran ustedes el verdadero sentido de la obra que acabamos de interpretar. Su desacuerdo a nuestra ejecución demuestra y confirma que hemos alcanzado nuestro propósito. Precisamente, ese desajuste entre letra y música del que ustedes hablan y cuestionan, es lo que el compositor del original quiso imprimir en su partitura: que la gente al escuchar su creación viviera en carne propia el contraste más pronunciado de la inarmonía intrínseca de la vida misma: su dulce amargura.”
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