
“No sabía yo que un muerto pesara tanto”.Acostumbrado a cargar y descargar infidelidades y engaños, sacos de basuras en el estercolero donde trabajaba como estibador celoso de pasiones incontroladas, los cincuenta kilos del cuerpo de la muchacha le cansaban como a un mulo un trasatlántico.
“¿De qué estará hecha la muerte para pesar de esta manera?”Luego arrojó el fardo por la barandilla del puente. El creía que las caudalosas aguas del río borrarían su culpa, aliviarían su carga, lavarían su crimen. Pero hay bultos que no los quita ni una grúa autopropulsada.
Un escarabajo negro va camino del basurero. El caparazón cubierto y su cabeza tapada por una humillada capucha de acusado arrepentido. Asco, repudio, imprecación e insultos levanta el penitente a su paso hacia el presidio entre una multitud exaltada que pide la reforma del código penal.
“No es preciso que me apliquéis, oh jueces, la cadena perpetua, que ya llevo yo sobre mis espaldas la muerte de la muchacha para siempre y lo que de la mía quede mientras viva.”
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