
Con la cara acartonada por los años, alguna saeta transida en el hígado y con un par de muelas menos; pero el brillo en los ojos y su voz era la misma melodía: la cantarina de ayer y la dulce de ahora.
Así como hay caras que dicen lo que son por dentro, también hay palabras que por su forma y canción se corresponden con lo que hablan. Es lo que le pasaba a Santina. No sólo el nombre, sino hasta la manera de subirse los mocos, todo en ella era armonía. Y hasta aquel pequeño lunar en la barbilla, como la ginda del pastel de su virginal belleza.
Hacía un siglo que yo no la veía. Cuando me fui a la mili me quedé a vivir en la capital. Y allí trabajé de taxista. Más de treinta años de carreras, insomnio y esperas.
Era guapa. Y su pelo rubio de tirabuzones, siempre limpio. Hija del carbonero del pueblo, lo que resaltaba más su soleado y siempre reluciente aspecto; frente a la lobreguez de la leonera donde vivía apretujada entre negros sacos de carbón y leña.
Santina, también yo, como cualquier planta fresca, pasamos por nuestras fase de ebullición y agostamiento. Pero ella siempre estuvo a la altura de su bonito nombre. Y aunque dejé de verla, la música de su nombre siempre se posaba en mis labios húmedos, como una oración antes de coger el sueño.
A ella, como a todos, nos llega la edad en que nuestro nombre deja de acompañarnos. Ralo el cabello. Huesos sin médula. Nariz sembrada de verrugas. Y las letras de Santina se caían a pedazos, como se desprenden las tejas del hórreo viejo.
Cuando fui a saludarla, hizo como que no me conocía. Y al no darme la oportunidad de que yo la reconociera, la Santina de los bucles de oro de antaño, era consciente de que su afeado cambio no sería por mi notado:
“Y mira que tu cara me recuerda a alguien en quien ahora no caigo.”Y es que su nombre y su cara llegaron a distanciarse tanto que me despedí de ella como si en mi vida la hubiese visto.
Luego los dos, cada uno en la recámara de nuestras respectivas camas separadas, no pudimos coger el sueño pensando en nuestros besos jóvenes. Y es que nuestro pensamiento, como el recuerdo, como la luna creciente, siempre será joven como el cervatillo del monte.
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