sábado, 27 de diciembre de 2008

El árbol y el río



Después de tanto tiempo, te encuentro joven, hermosa y limpia, cual transparente lecho de un río milenario, siempre fresco y vivo.

Tal vez fuera mi acoso, cual sombra de olmo viejo y aburrido, el que afeara tu cara. O quizá fuese la rutina de mi mirada al galope, cuando vivíamos juntos, el que me mostrara tu rostro ordinario y sin brillo.

Me restriego los ojos. Y te vuelvo a mirar para convencerme de que no eres tú. Y eres la misma con quien estuve más de quince años, los dos muy pegados.

Y es ahora, cuando te vuelvo a ver, y pienso que la belleza es mimética y expansiva. Como las cuerdas de una guitarra: cuando tocas una, simpatiza y vibra la que está a su lado.

El ajetreo de las hojas enramadas en el tiempo que estuvimos liados, olmo y río enzarzados, debió de ser horrible y desafinado, por no saber yo apreciar entonces tu agradable melodía. No supe hacerte feliz.

Y por eso te digo:
“¡Debes ser muy feliz para estar tan bella. El hombre con quien vives ahora debe quererte demasiado!”
Y es que la belleza como el arte nace del gozo interiormente sentido.

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