
Anoche tuve un sueño. O tal vez soñara tres sueños distintos que podrían ser uno sólo y verdadero, que los sueños como las adivinanzas o el misterio de la trinidad no hay quien los acierte ni entienda ya sea por su simpleza o por su incredulidad manifiesta.
El primero, siempre el mismo, un callejón sin salida. Estaba yo en un sótano más largo que la muralla china. Caverna o subsuelo. Siempre el onírico inconsciente quiere aflorar a la superficie, y domeñado por la realidad visible, es aplastado, ignorado; que la esencia del sueño es ser paloma en el aire que no pájaro en mano. Y debía yo atravesar los innumerables compartimentos o salas, anillos de esta interminable culebra subterránea para poder respirar, que me ahogaba. Vencido el miedo y la angustia superé uno a uno todas las celdas del avispero, y alcanzado ya el último eslabón de la cadena enterrada y creyendo haber llegado al final de la pesadilla, comprobé, para mi desdicha, que estaba en una solitaria cueva a cal y canto cerrada. ¡Qué borde es la esperanza!
Segundo sueño. Aún en el primer sueño, sin yo saber donde estaba, si fuera o dentro del aquel túnel, letargo de hipnosis profunda, una joven cocinera de un comedor de una mina me ofrece una rebanada de pan tierno y un buen par de chuletas de cerdo a la brasa. Ella me acompaña. Los dos comemos con placer. Y me dice: “a estas horas de la tarde el ingeniero duerme la siesta, comamos a gusto, que nadie vendrá a regañarnos”.
Último y tercer sueño: De pronto una tromba de agua invade el segundo sueño, el de las chuletas a la brasa. Y tanto la muchacha como yo somos zarandeados como esquifes de papel en medio de una tormenta. Luego vino la calma tonta. Y ahora estoy a sol abierto, despierto en la orilla de una playa desierta, pero solo y sin la joven muchacha.