
Entiendo de economía menos que un vegetariano en solomillos y entrepiernas de cordero.
Cuando leo que las bolsas se deploman y el pánico se apodera de Wall Street, que el sistema financiero mundial está al borde de la hecatombe global, y que una crisis desvastadora nos embiste sin remedio, yo, ajeno a tal amenaza, aplaudo la agonía del Toro como niño que despierta de su horror a media noche y comprueba que sólo fue un sueño aquella estatua del imperialimo económico frente al edificio de la Bolsa de Nueva York.
¡Ay que ver! Lo que no consiguieron dos siglos de huelgas, cárceles y muertes obreras, plantes y comunismos, ahora de un plumazo las leyes internas del sistema financiero, su avaricia, el materialismo económico, ponen en jaque de un plumazo al mismísimo dragón del Apocalipsis. Y le doy la razón al profeta. Hace años que Marx vaticinara que las contradicciones internas del sistema reventarían de cuajo sus cimientos. Pero nunca yo sospecharía que el agente de la revolución fuera la propia oligarquía. Que ellos siempre socializaron pérdidas y privatizaron beneficios. Nada nuevo bajo el sol. Y aquellos que ayer defendían como grial sagrado lejos de intromisiones ajenas de reparto y equilibrio la libertad de mercado, hoy reclaman sin escrúpulos urgente la intervención política.
Y es que el capitalismo es un virus mutante, más que un virus, una cepa con garfios, un lobo que embadurna sus pezuñas negras de harina y quiere resarcir los números rojos de su egoísmo incontrolado con la sangre que antes ya chupó a los corderos. El capitalismo es el caballo de Troya -dicen- que todos llevamos dentro. Y por eso ahora vociferan que si los ricos se van a pique, los pobres también con ellos, todos se irán al hoyo. Determinismo financiero. Ellos que provocaron el incendio, pondrán como siempre su pellejo a refrescar a la sombra de sus tinajas de oro, y luego investirán de bomberos honorarios, pondrán de cortafuegos a quienes antes llamaron basura, mercancía y proletarios.
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