Veo la palmera. Pródigos sus racimos. Un mar de ojos agradecidos contemplan el suelo, se arrodillan, adoran la tierra. Dátiles resplandecidos suspiran, añoran la madre que los hizo.
Ayer los brazos de la palmera se enamoraron de Apolo, engreídos, subieron tan altos que el amarillo del sol se confundió con ellos.
Luego de fundirse con el dorado del astro poco a poco inteligentes los ramos deciden separarse del sol, venirse abajo. No quieren morir de éxito abrasados allá arriba en un cielo de fuegos fatuos.
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