Sus carnes temblaban. Me lo encontré en el suelo completamente deshecho, aplastado como una gusano. No le pregunté que le pasaba para no hundirlo más en el pozo de su desgracia. Sumergido en su pena se desentendió de mi llegada. Las rodillas cruzadas. Su cara escondida entre sus manos llorosas. Tal vez no quería que leyera en sus ojos la rabia, su impotencia ante el destino.
En algún momento todo cometemos una locura. La razón se nos nubla, el corazón se ciega. Quizá él quería consuelo, que le insistiera que se entregara a la policía y así purgar su culpa. No. Abracé con piedad su cabeza que reclinó sin resistencia sobre mi pecho. Y le dije tan sólo:
Tan malo eres y tan bueno como el más malo y el más bueno del mundo. ¿Qué importa que ahora sientas asco por ti o que te creas justo por haber resuelto a tu manera un desatino? Ser bueno o ser malo es sólo una circunstancia pasajera, un calificativo venido de fuera, un accidente ajeno a tu determinación, accidental categoria que no merma tu identidad, nuestra humanidad más indeleble. No somos ni buenos, ni malos, que es lo mismo que decir que todos de alguna manera participamos en igual medida de la bondad y de la maldad si es que la hubiera. La moral es una categoría al capricho prepotente de un interés concreto.
En esto que el inspector abre la puerta, nos sorprende a los dos con su placa acusadora y en vez de esposar a mi amigo, me dice sin más:
Acompáñeme a comisaría. El sospechoso es usted.
Y al momento mis ínfulas filosóficas se deshicieron como chimenea derribada por el huracán, pues no es lo mismo predicar que dar trigo.