lunes, 24 de marzo de 2008
Almendro sin flor
Antes que el sol amanezca, melocotoneros y perales me dan floridos los buenos días. Aquí en este trozo de tierra donde me plantó el labriego las estaciones del año se adelantan, jalean, cabriolan como corceles desbocados por un prado sin cerriche, sin ortigas. Estamos a principios de la primavera y los frutales gozosos campanillean sus tiernas muestras a la vista embobada de los que por aquí faenan.
Todo promete bueno. Naranjos y limoneros borrachos de azahar a todas horas se ríen delante de mis narices resecas. En cambio en los ocho años que llevo aquí posado, de mí insípida corteza no ha salido ni una flor, ni un remedo de botón. Deslucimiento marchito es mi currículum. En triangular hermanamiento me pusieron a la vera de una fila de cipreses, muy pegado junto a otros dos almendros para que nos macheáramos y fructificáramos de la mano de la vecindad y el cobijo.
Llevado de la experiencia de que un tronco solo no arde y que precisa el arrimo de otro leño que con cariño lo abrace para que prenda la lumbre, el labriego nos plantó muy cerca uno de otro, en un palmo de terreno. Ahora mismo estoy cubierto de un frondoso sombraje que rivaliza en altanería con las copas del nogal, pero de mis carnes rebeldes no brota ni un atisbo de retoño.
El hombre que nos plantó no sabía que cierta clase de árboles, entre los que me incluyo yo, necesitan de soledad y distancia para cosechar sus frutos. Que no es bueno saturar de beneficios sobrados ni arrumaco empalagoso a quienes para madurar requieren tan sólo aislamiento y tratamiento aquietado.