(Autor Foto: Pablo César Pérez González)
La luna lleva tapados sus ojos con antojeras de esparto. Es noche cerrada y la bruma que viene del norte no deja que las estrellas se columpien en los pinos de la montaña. Selene borrosa atrapada queda entre los pinchos de la buganvilla. Sangra su cara. En su seno ya no quedan algodones para aliviar los sabañones de místicos y poetas que se sacuden las pulgas mirando luciérnagas y cometas.
La luna arroja de sus labios de sangre estrellas rojas contra mis ojos de sueño. La luna no está dormida, que es cómplice de la muerte. Y ese toro enamorao de la luna, otro cuento de cotillas. No entiendo como esta luna inspira a vates con corbatas de rosa, con acciones en Eon y con amantes de cuero. A mí la luna me toca las pelotas, me produce insomnio, malestares y desvelos.
No entiendo como la luna enardece corazones, desanuda la pasión. A mi me hiela los pies y me calienta el melón. Por más que miro a la luna no se me levanta nada, ni tampoco la moral, que mi ánimo es un odre todo lleno de agujeros.
El cuerpo de una mujer no es más claro ni más bello al trasluz de la luna con sus figuras chinescas. Con el manto de la luna se tapan los timadores, los sin sueños, los tramposos, los magos con conejeras en el corral de sus cuadras. Los amigos de la muerte. Esta luna me deprime y oigo allá a lo lejos el acordeón de una verbena prohibida. Odio a la luna, promesa vana. El amor no existe, al menos eternamente. El amor dura lo que dura un orgasmo: un higo pronto a agusanarse; cuanto más maduro, más gusanos. El amor se pasa, se pisa, se convierte en orujo. Es un globo, cuanto más lo hinchamos, antes revienta. Explosión orgiástica, sí, pero pajera, perdón, pasajera.