
Hace años que dejaste este mundo. Un “maldetodos” fulminante acabó con tu vida.
Hoy, séptimo aniversario de tu muerte, respetuoso cumplidor de tradiciones y cultos, te dirijes al cementerio, un bello rincón entre sombras y cipreses escondido.
Levantas la lápida donde con letras de oro está grabado tu nombre, la fecha de tu defunción, el epitafio de siempre, “The End”...
Y te encuentras la tumba completamente vacía. Sorprendido, lo primero que haces es palpar la molla de tus carnes vivas, escarbas tus huesos como pudiera hacerlo un disecador de aves, un forense que busca escrupulosamente los datos del adeene entre las cenizas de un cabello allí perdido.
Y como el Diógenes de la linterna no das con el hombre que buscas. Preguntas al sepulturero, a los muertos tus vecinos, a los dos ángeles de mármol que custodian tu funerario apartamento.
Nadie sabe expicarte lo ocurrido.
Sales confundido, desilusionado, cabreado de este recinto deshabitado y sin retorno.
Y te dirijes sin perder tiempo al juzgado de guardia a dar cuenta de lo ocurrido, a presentar la denuncia de tu desaparición inaudita.
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