miércoles, 26 de septiembre de 2007

Indulgencia





“Como canta la zumaya,
¡ay, cómo canta el árbol!
Por el cielo va la luna
con un niño de la mano.”



Un murciélago entró en su cuarto, y asustado -le habían dicho que estos pájaros transmitían la rabia- con la escoba de un plumazo le cortó el vuelo en seco.

El agobiado prostático salió a un descampado a desahogar su pena, a miccionar su contención urinaria, a desatar el quemazón que le abrasaba como un tizón las entretelas de su malestar pajarero.

Y escondido detrás de un árbol se dispuso a secretar sus males al tiempo que espiaba a la luna detrás de un limonero. Y la descubrió con la mano en la despensa del cielo. Una nube de gasa en forma de pirulí le acariciaba la boca. La luna a escondidas se relamía sus labios jugosos, saboreaba la espuma del caramelo, un helado de nata que le había birlado al frigo de la cocina estelar.

El urinante, una vez que vació su vejiga de malhumores, liberado de los bandazos del pajarraco, de la mirada del cítrico disgustado vio entonces de nuevo a la luna tan campante haciéndose la disimulada. Navegaba como si nada por ese mar de la noche, expiada, inocente como un niño por su casa.

Y el prostático de pronto al ver a la luna, la noche, el azahar y el limonero tan amigos, con sus claros, con sus sombras, espontáneos, naturales, se sintió como nuevo.

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