miércoles, 25 de marzo de 2015

En el corazón de la noche





Íbamos en el autobús Jesús el Rito, su hija Marta y un servidor, el Mocosín de la Perra Gorda. Hacía sólo una semana que la Gerencia Municipal había bajado las tasas del transporte público.

El alcalde por todos los medios a su alcance, incluida la emisora parroquial, portavocía del ala más derechona de la política de la ciudad, había proclamado las lindezas del abaratamiento del billete, como si se tratara de la firma del fin de la lucha de clases. El primer edil era al mismo tiempo presidente del partido de los radicales de izquierda. En realidad tal modificación afectaba, más que a su coste, al formato del billete: una esquela acartonada y hortera de color naranja, rasurada por puntos recortables en una de sus esquinas. Entre abonos, descuentos y otras reducciones, el precio del billete salía más o menos igual que antes. Pura ilusión óptica; el único cambio: su abrillantado color. Y un lema: Mayor recorrido, mejor servicio. Luego una fórmula: i+v=1t. ideada por el asesor cultural del ayuntamiento, y del todo incomprensible para quienes no sabíamos de números, de política, ni negocios: el arte de combinar la avaricia con el rendimiento. El enunciado desconocido de una ecuación irresoluble es fundamental para mantener el interés de un pueblo y que sus ciudadanos depositen el voto como expectativa y placebo de tiempos mejores.

De pronto miré al Rito. Vi su cara deformada, como si un hueso de pavo se le hubiese atravesado entre la mandíbula y el cielo de la boca. El fue el que con un resolutivo arqueo de cejas, pues no podía hablar debido a su atragantamiento, quien me indicó con sorna el nuevo formato del billete. Noté que el mío no era igual que el suyo. El a su vez, también vio que el suyo no era como el de su hija Marta. Y Marta, extrañada, me miró haciéndome ver que su billete no se parecía en nada al de los demás viajeros. Y siendo así que los tres íbamos en el mismo autobús, nos dirigíamos a la misma parada y veníamos del mismo sitio, no supimos explicarnos el por qué de las diferencias particulares de nuestros billetes. Como la vida misma. Todos vamos en el mismo barco. Pero cada uno a su vez es capitán de su propia tripulación estanca. La desigualdad como sistema.

La avenida por donde circulábamos corría paralela a un muro que parecía ser frontera contra algo, un país, un gueto, otra civilización a tenor por las alambradas y espinos que coronaban como trincheras su inexpugnable cima salpicada de trozos puntiagudos de botellas de cristal. Al llegar al fin del trayecto, debíamos mostrar el billete al vigilante. Yo me dispuse a sacar el pequeño cartón color naranja por el que, al subir al autobús, había pagado dos euros. Mis bolsillos estaban llenos de otras cosas, un pequeño ovillo de hilo negro, un tornillo de abrazadera, un rollo de cinta aislante, y hasta incluso encontré el resguardo de la cita previa para psiquiatría a donde en mi vida fui a que me reconocieran. Pero el billete no apareció. Soy así de precavido: me avituallo de lo innecesario. Las sobras al rango de ley.

El autobús aminoró su marcha justo delante de la pasarela de salida. Al bajar podría decirle al guardia que no encontraba el tique. Tal vez hubiese pagado una sobre tasa. Y eso sería todo. Pero ya se sabe, pertenezco al grupo de los que ante una disyuntiva, siempre escogen la tercera vía, la que, por no existir, nunca se me ofrece. Tomé como de costumbre el camino equivocado. El trasiego, la inquietud, los miedos y las estampidas propias de las zonas fronterizas siempre me acompañan como si a todas horas viviera en tierra de nadie. Llevado por esa angustia, no me lo pensé dos veces. Antes que el autobús se detuviera, bajé por la puerta de atrás, y entre codazos y empujones, evité el vérmelas con los dos agentes de seguridad que aguardaban en el puesto de control. Y me puse a correr como un delincuente.

Un señor uniformado con gorra y bigote, otro señor mayor, que corría más que el guardia, y un fotógrafo con su cámara en ristre iban a por mí. Pude librarme de mis perseguidores. Les aventajaba más de cincuenta metros. Y no porque yo fuese más veloz, sino porque ellos sabían que al final me alcanzarían. No llega antes el que más corre, sino aquel que previamente conoce el recorrido. Ellos bien sabían que yo no tenía escapatoria. Pronto me di de bruces contra una pared de bloques de cemento. Aquel callejón era una ratonera, no llevaba a ningún sitio, o lo que es lo mismo, al corazón de la noche.

Me revolví y cobardemente, alcé mis manos, mirando sobre todo al fotógrafo. Más miedo le tengo a un documento gráfico que a los mandobles de un poli malo. He de confesar que soy un coqueto irredento. A la misma muerte que ahora me tentara le ofrecería la mejor de mis poses y las más fotogénica de mis sonrisas. No me sirvió de nada la vanidad de mis brazos en alto, al contrario, se apoderó de mi la peor de mis estimas. Me vine abajo, me achanté como un perro faldero. ¿Cómo una persona tan inteligente, engreída, juiciosa y puritana como yo, pudo comportarse de manera tan disparatada? Y le supliqué al retratista:
No dispare, señor, le cuento, aunque sé que por mucho que le diga, no me va creer. Se me perdió el billete; por puro instinto se pusieron mis pies en polvorosa.
En ocasiones parecidas he tenido siempre el mismo estúpido proceder: autoinculparme sin tener pleno convencimiento de haber actuado mal. Tal vez de niño algo se quedó troquelado en mi inconsciente para actuar frente a mi recto comportamiento de modo tan pusilánime.

Y recuerdo ahora aquel niño de ojos nobles y sincero. Tendría yo entonces siete años. Era incapaz de mentir, de replicar a cualquier capricho impertinente de los adultos. Recuerdo incluso que, cuando fui a confesar con motivo de mi primera comunión, para no ser considerado por el cura como un manso e inocente mojigato, me inventé haber robado la cruz al Jesús del Madero. Pero muy pronto, sin dejar de ser el buen niño de siempre, la nobleza de mis ojos se transmutó en tristeza, en una mirada esquiva de chiquillo inquieto y sospechoso.

Estábamos en clase. Mi compañero de pupitre me culpó de haberle quitado una perra gorda, diez céntimos de los de antes. Su abuelo, el boticario del pueblo, le había dado la moneda para que al salir de la escuela se comprara un cartucho de tramuzos en la Casetica del Berja. El maestro, convencido por las palabras del nieto de don Maeso el farmacéutico, más que por la confesión sincera que yo, el hijo de un simple alpargatero, hiciera, se ideó un plan tan morboso como ejemplar para infundir y encauzar en sus alumnos la honradez como principio de vida y costumbres.

Me hizo salir a la pizarra. Mis compañeros empinaron sus cabezas para mejor contemplar la escena del escarmiento. El maestro creería que en alguna parte de mis ropas llevaría yo el dinero escondido. El se puso las gafas en su frente. Señal esta incuestionable para nosotros que su enfado había tocado techo. Me cogió de los sobacos y me plantó encima de su mesa, cual otro Colón pusiera de pie ante sus eminencias aquel su huevo famoso, quedándose luego tan pancho. Poco a poco fue quitándome, como en ceremonioso streaptese, cada una de mis prendas: los pantalones, la camisa, los calcetines. Luego los sacudía a la vista de todos para ver si de ellos llovían las presuntas monedas del nieto de don Maeso. Las pruebas se resistían. El maestro dudó un momento. Yo noté en su cara una santa resistencia. Pero su tozudez pedagógica en pos de la verdad en su contra, le obligó seguir adelante. Me bajó los calzoncillos, aguzando su oído al posible sonido de la esperanzadora perra gorda contra la madera de la mesa. Los demás alumnos, al no ver caer moneda alguna, se pusieron todos a temblar. Pensaron que ahora les tocaría a ellos. El maestro furioso y frustrado empezaría desnudando uno por uno al resto de la clase hasta que la mentira o la verdad se esclareciera. A mí, puesto en aquel calvario, ya me daba igual quien llevara la verdad, quien la mentira, o quien en aquel momento se saliera con la suya. Desde entones todos en la clase empezaron por apodarme el Mocosín de la Perra Gorda.

Y vuelvo ahora al principio del final de este relato, en el que Jesús el Rito, su hija Marta y un servidor, íbamos en el autobús hacia la parada final de nuestro trayecto. Como ya he dicho, llevado por mi natural e injustificado sentido de culpa, eché a correr delante de aquel fotógrafo, a quien confundí con un juez a la caza de recibos pagados en negro. Yo no llevaba ni siquiera billete alguno que acreditara ser yo un honesto viajero en toda regla. Incluso ante tanta insistencia por parte del susodicho juez fotógrafo, el señor mayor que le acompañaba, (que resultó ser mi antiguo maestro de la infancia), y el poli malo, me declaré allí mismo delante de la chiquillería, en plena calle acordonada, culpable, para así sentirme inocente.

Luego el fotógrafo me enseñó condescendiente la foto que a bocajarro me había hecho al volverme hacia él con mis manos arriba. Y al tiempo que con su dedo índice señalaba unas marcas para mí invisibles de mi frente, me dijo:
¿No ves? Aquí están, marcadas en tu frente las secuelas de tus genes chamuscados por la vergüenza sufrida en aquella mañana de tu niñez en la escuela.

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